
Rosario y Gerardo
Sept. 2021
La última vez que vi a Rosario fue antes de que el mundo se fuera al traste. No recuerdo qué día exactamente, solo sé que era martes y que me dirigía a mi sesión semanal de terapia con el doctor Martín. Me acuerdo de este detalle porque era habitual que dedicase quince minutos de mi reunión con el doctor a hablar de ella y su marido Gerardo.
No tenía una relación especialmente estrecha con ellos, pero admiraba con cierta envidia el amor que se profesaba esta pareja de ancianos, y dado que el principal motivo de mis visitas al psicólogo era el ruinoso estado de mi vida sentimental, al doctor le pareció un buen ejercicio concretar mis aspiraciones amorosas con ejemplos de mi entorno. Y casi siempre ellos eran el ejemplo perfecto de devoción, apoyo y comprensión. Me hicieron pensar que quizás la famosa teoría oriental del hilo rojo era certera.
Gerardo era músico. Mejor dicho, había nacido músico. Parecía hablar con notas musicales, y siempre iba acompañado por Rosario y por su desgastado violín. Rosario era una mujer muy devota. Desde niña quiso ser monja, pero a los quince años conoció a Gerardo y ya nunca se separó de él. Ambos pasaban ya de los ochenta, y tuvieron una vida complicada. Nacidos en plena guerra civil en un país desolado, lucharon durante años por conseguir un empleo digno para poder crear una familia, pero el destino les deparó un camino áspero y repleto de pobreza. Hasta los noventa vivieron de pensión en pensión, pagando con el poco dinero que sacaban de trabajos eventuales, pero a los cincuenta ya nadie los quería para descargar cajas de fruta o limpiar escaleras. Rosario se había quedado embarazada cinco veces, y todas ellas había perdido el bebé al tercer mes. Y sin embargo, nunca pude ver ese halo de tristeza que a veces rodea a las personas desafortunadas. Creo que les bastaba con tenerse el uno al otro.
Yo los conocí en el pasillo de la estación de Alonso Martínez, donde hago transbordo a diario. Recuerdo que me quedé hipnotizada la primera vez que escuché tocar a Gerardo. Debí quedarme de pie cerca de cinco minutos mientras la gente pasaba a mi alrededor. Cuando acabó su pieza, tuve que agitar la cabeza para volver a la realidad, y aplaudí como una loca antes de dejarles unas monedas y salir corriendo a coger el tren de la línea cuatro. Desde entonces, me paraba todos los días a dejarles algo de dinero, o comida, y escuchaba durante unos minutos algún retazo de sus vidas. Y me obsesioné con ellos. Estaban allí cuando cogía el tren a primera hora de la mañana, él tocando el violín y ella esperando pacientemente a su lado, pasándole las hojas de las partituras impresas en cuadernos muy manoseados. Siempre paciente, siempre atenta. Le observaba con autentica admiración. Y cuando volvía a las seis de la tarde, allí seguían los dos, en la misma posición, con la misma ternura rodeándolos. A veces me quedaba a tomar unas cañas a la salida del trabajo, o me entretenía hasta tarde en el gimnasio, se me hacían las ocho, y ellos seguían allí. Tampoco tenían una casa a la que volver. Su hogar eran ellos mismos.
Como comentaba, no recuerdo bien el día. Sólo sé que era marzo de 2020. Recorrí el pasillo que me llevaba a la línea cuatro como todos los días, cargando con una malla de melocotones que pensaba regalarles, y entonces la vi sentada. Sin Gerardo. Tenía los ojos húmedos e hinchados. Estaba sentada en la misma banqueta plegable de siempre, con la otra banqueta vacía a su lado. La funda del violín y el atril oxidado ocupaban su lugar habitual, simplemente Gerardo parecía haber sido borrado del cuadro. Corrí a abrazarla, alarmada por el deplorable aspecto que presentaba, y logré entender entre sollozos que Gerardo estaba muy mal. Tenía una especie de infección pulmonar que no le dejaba respirar bien. Tosía muchísimo. Los servicios sociales se lo llevaron al hospital, y a Rosario no la dejaban entrar. Se había quedado esperando en la puerta del hospital horas, viendo cantidades ingentes de ambulancias llegar con enfermos en camillas, hasta que el personal de seguridad la echó de allí. No tenía otro sitio al que ir, así que decidió esperarle donde siempre, en el transbordo de Alonso Martínez. Intenté calmarla, le ofrecí mi casa hasta que él volviese, pero ella prefería esperarlo allí. No tenían hogar, ni teléfono, ni forma de comunicarse, así que esa semana caminó cinco kilómetros diarios desde un albergue hasta el hospital, y preguntaba a los celadores por su marido. Cuando salía, se dedicaba a esperar pacientemente la vuelta de su Gerardo, pero nunca volvió.
Ese martes de marzo, el último día de la semana en la que Rosario me recibía sola en el pasillo, me di cuenta de que el amor siempre es trágico. La vi en ese estado, con muchos kilos de menos, ojeras y el rostro curtido por un sufrimiento profundo, y me di cuenta de que, desde pequeños, nos exigen que encontremos el amor verdadero, pero no te cuentan que antes o después, ese amor se irá. Y dejará un vacío insustituible. El amor, tan grandilocuente, tan inmenso, tan profundo... y tan absorbente. Rosario le dedicó toda su vida a un hombre. Un buen hombre, un hombre fiel. Pero como todos los hombres, terminó marchándose. Y Rosario, que a la mañana siguiente descubriría que Gerardo había fallecido, se quedó sola, sin objetivos, con una vieja funda de violín vacía y un atril oxidado.
Ese día no le hablé al doctor Martín de Rosario ni de Gerardo. Ni de por qué pensaba que a mis treinta años nunca había tenido pareja estable. Hablé con él de mi vacío vital, de mi falta de metas reales. De por qué intentaba compensarlo buscando un príncipe azul que a lo mejor no llegaba nunca.
El viernes de esa misma semana, al no ver a ninguno de los dos, fui a la ventanilla de la estación. El vendedor de billetes los conocía bien, y en alguna ocasión se sumó a mis breves charlas con la pareja de ancianos. Me contó que Rosario lo había visitado hacía un par de días, tras enterarse del fallecimiento de Gerardo. Estaba seria pero no lloraba, parecía descansar ya en paz con su marido, me dijo. No tenía familia de la que despedirse, así que se dirigió a la estación a decirle adiós a él y a un par de empleados de seguridad con los que había hecho migas. Le pidió que me diese un beso de su parte. Nos echaría de menos. Sabía que moriría pronto, y no quería hacerlo sin cumplir el sueño de su vida: recorrer a pie el camino de Santiago. Rosario siempre había sido una mujer muy devota.