
Por poderes
Alonso llegó del pueblo a Madrid con tan sólo catorce años, en 1950. Trabajó en lo que encontró hasta los dieciséis, cuando conoció a Concha. Había pasado por bares, carnicerías y pescaderías. Trabajaba casi todo el día para ganar unas pocas pesetas, que apenas le daban para pagar la pensión e invitar a Conchita a merendar. En ocasiones especiales, si había conseguido ahorrar, le invitaba al cine, donde a oscuras conseguía robarle algún beso en la mejilla. Sin embargo, esa vida se le quedaba pequeña. Por eso, cuando tiempo después recibió la carta de un viejo amigo, no dudó en acudir en solitario a su llamada. Hacía tiempo que marchó a Brasil, y ahora era propietario de una modesta carnicería. Necesitaba empleados.
Mantuvieron la relación por correspondencia. Una carta cada tres semanas. Páginas en las que le relataba la vida en el nuevo mundo: los rascacielos de Sâo Paulo, los infinitos bosques, la ciudad que parecía crecer más rápido que sus habitantes… Los sentimientos, aunque tímidos, asomaban entre líneas. En forma de nostalgia reprimida, de te echo de menos, de pronto nos veremos.
Tardó dos años en reunir el dinero suficiente para llevarse a Conchita con él. En una carta solemne, Alonso le pidió oficialmente su mano.
Conchita era la mayor de cuatro hermanos. Diligente, había ocupado su tiempo al cuidado de los pequeños y el hogar paterno. Siempre aguardó la propuesta de Alonso, y en esos años apenas había salido de su hogar sin compañía. Aceptó la petición de mano repleta de ilusión, hasta que, superada la euforia inicial, reparó en el tipo de boda que iba a tener. Hablaron de ello en las sucesivas cartas: Alonso no podía permitirse un billete, pues los ahorros estaban destinados a los trámites de la boda y el pasaje de Conchita a Brasil. Concha no podía ir allí sin un contrato de trabajo... o casada. Tendrían que casarse por poderes: Acordar un día y acudir con un testigo que haría las veces de pareja. Cada uno en la otra punta del mundo. Más tarde, Alonso debía reclamar ante el gobierno a su mujer. A ella le invadió el miedo. A sus veintiún años, nunca había dejado el hogar familiar. De hecho, solo había salido de Madrid para volver al pueblo. Ahora tenía que enfrentarse a dieciocho días de travesía en un barco atestado de desconocidos.
La Boda en Madrid fue una fiesta para todos menos para Conchita. Sin el novio, con un viaje colosal por delante, y un futuro incierto. Ella dio el sí quiero en el altar con Raimundo, el cuñado de Alonso. Rozaba los sesenta, para mayor escarnio de primas criticonas, que se refirieron a él como el viejo, el marido de la Conchita el resto del día. La noche de bodas no fue mejor, ya que había que acoger en la casa familiar a tíos y primos venidos del pueblo. Conchita durmió por primera vez como mujer casada con su tía Purificación, una oronda señora de ciento diez kilos que roncaba mucho.
En Sâo Paulo la celebración fue algo más festiva. Alonso no tenía familia allí, así que fue su casera y compañera de piso la que hizo las veces de testigo. Más tarde, iría a celebrarlo en comandita con un pequeño grupo de gallegos compañeros de trabajo.
Los trámites conllevaban seis meses más, tiempo que Conchita usó para empaquetar una vida sin billete de vuelta. Una independencia repentina en otro continente. Los seis meses pasaron sin darse cuenta.
***
En un primer momento, el barco le pareció enorme a Conchita. En la pasarela ella repasaba nerviosa el contenido de sus baúles, mientras sus padres, llorosos, le pedían a un matrimonio de desconocidos que cuidaran de su primogénita. Viajaban con sus dos niñas, y les parecieron buena gente a la que encomendar durante más de medio mes el cuidado de Concha. Pasaron los pañuelos blancos agitándose, los llantos desconsolados, la tierra haciéndose pequeñita, el desconcierto laberíntico de los pasillos de tercera. Pasaron varios días y Conchita se adaptó bien, a pesar del barco, que no se lo ponía nada fácil. Era ya uno de sus últimos trayectos, y se podía notar en la inestabilidad, en las estrecheces y en los crujidos.
Conchita compartía camarote con otras siete chicas en su misma situación. Todas casadas por poderes, con maridos esperando ansiosos en Brasil. En un comienzo obediente, Concha pasaba el tiempo con la familia a la que sus padres encomendaron. Sus compañeras le parecían demasiado libertinas: jugaban a las cartas y hablaban de chicos todo el tiempo. Sus padres nunca habrían aprobado esa relación. Una de ellas, sin embargo, enfermó al tercer día. Se trataba de Margarita, la más calmada de sus siete compañeras. Vomitaba todo lo que comía, y los mareos le impedían mantenerse en pie. La vocación cuidadora de Conchita, puesta en práctica durante años con sus tres hermanos menores, la empujó a pasar progresivamente más tiempo atendiendo a Marga. Como llegue con esa cara, el marido la envía de vuelta a España, bromeaban el resto de jóvenes refiriéndose a la enferma. Conchita se limitaba a chistar a las chicas y darle agua a Marga. Ella, agradecida, se interesaba por su vida. El resto de jóvenes escuchaban las conversaciones en el camarote de cinco metros cuadrados, e inevitablemente terminaron sumándose a las largas noches de mareos y charlas en vela.
María Rosa, la más atrevida de todas, sacó el tema.
-¿Alguna de vosotras ha dormido ya con un hombre?
Miradas escandalizadas. Ojos posándose de una a otra. Conchita casi se esconde debajo de las sábanas presa de la vergüenza. Tres chicas levantaron la mano, entre ellas María Rosa, que se dirigió a las otras dos.
-¡No me lo puedo creer! Carmina, de ti me lo esperaba. Pero tú, Marga... Quién lo habría dicho, con esa carita de beata.
-Deja a Marga, ¿no ves lo pachucha que está?
-Ay Conchita, es una broma, mujer. ¿Y tú? ¿Has hecho algo con tu marido?
-Yo soy una mujer decente.
-¡Venga! ¿Le has visto desnudo? ¿No? ¿Tampoco sin camiseta?
-María Rosa, vale ya. Me voy a dormir.
-Concha, no te enfades. No eres la única. No me digáis que no tenéis curiosidad. ¿Acaso no queréis saber lo que va a pasar cuando lleguéis?
Al principio tímidamente y entre risas más tarde, las tres chicas experimentadas contaron al resto sus secretos de alcoba, algo tan necesario como escaso en los años cincuenta. Aquélla larga noche cambió el resto del viaje.
Las jornadas ociosas a bordo sirvieron para conocer a personas que, de no haberles deparado el destino lugares distantes, habrían acabado siendo amigas. Mantuvo con ellas varias charlas sobre sexo, plagadas de lenguaje críptico y mojigatería. Bebió vino por primera vez y, en más de una ocasión, estuvo a punto de probar el tabaco. De vez en cuando se escapaban a la cubierta superior para ver a la gente pasear. Criticaban la forma de vestir de unas, gritaban a otros por mirones, y jugaban a perderse por los pasillos.
Dieciocho largos días después, anunciaron la primera parada: el puerto de Santos, el destino de Conchita. Se despidió efusivamente de sus amigas, intercambiando sendos deseos de prosperidad. También se despidió de la familia que le había cuidado al inicio del viaje. Cuando por fin el barco atracó, pudo ver una multitud de personas agolpándose para recibir a los viajeros, pero no distinguió a Alonso. Nerviosa, cargando con su equipaje, descendió la pasarela a trompicones. Buscaba a aquel muchacho de dieciocho años que dejó atrás. Entonces vio a un hombre correr hacia ella. Se habían enviado alguna foto, pero le costó reconocerlo. Alonso se aproximaba nervioso, dando traspiés atropellados hacia ella. Lucía un enorme bigote. Estaba más alto, más fornido. Y mucho más moreno. Era un desconocido que se acercó hasta estar a medio metro de su cara. Un hombre que intentó besarla en la boca. Instintivamente, Conchita le propinó un sonoro bofetón. Se oyó una tremenda carcajada que provenía de las compañeras de camarote, observando atentamente la escena desde cubierta. Se giró entonces, recomponiéndose, y miró a su marido. Alonso, es que has cambiado mucho... y le besó primero la mejilla y luego la boca, velada por la vergüenza.
En el puerto, de camino hacia el coche, Conchita abrió mucho los ojos, intentando captar cada instantánea de su futuro, de su nueva vida: la creciente y frondosa Brasil, las gentes de todas partes, tan distintas, el aire cálido, los olores de América.