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Papel matamoscas,

trescientos ángeles y veintiséis corderos

Nadie hizo caso de aquella carta anónima que llegó a la redacción de El correo húngaro en la que se hablaba de brujería, ángeles y muerte. Pero el documento se cargó de significado el día que su autor, el viejo Béla, apareció flotando dos pueblos más abajo, a orillas del río Tisza, deshaciendo el camino por el que Júlia llegó al pueblo quince años antes.


Hasta entonces Nagyrév había sido un pueblo triste. Una sociedad agraria sin carreteras que la uniesen con Budapest. El alcoholismo entre varones era tan frecuente como las palizas mortales a las mujeres del pueblo. El analfabetismo generalizado encumbraba como sabios al medio centenar de hombres que sabían leer. Es por eso que Júlia fue tan bien acogida por las mujeres del pueblo. Una matrona con estudios de enfermería, sin ataduras maritales y sin pelos en la lengua, que no dudaba en tildar de malnacido a cualquier hombre que lo mereciese. Pronto las mujeres empezaron a recurrir a ella no sólo para dar a luz, si no como alivio psicológico a sus frecuentes traumas domésticos. Hablando con Júlia, empezaron a sentirse menos solas, más poderosas. Además, la comadrona sabía de remedios caseros para casi todo. Desde infusiones para calmar el ánimo de maridos excitados, hasta lociones de lodo para moraduras incipientes. Su ingrediente favorito eran las tiras de papel matamoscas.


En Nagyrév se respiraban por fin nuevos aires. Y entonces llegó julio de 1914. La Gran Guerra convulsionó toda Centroeuropa, y el pequeño pueblo húngaro no fue una excepción. Los hombres tuvieron que partir al frente, y el pueblo se convirtió en poco más que en una hospedería para soldados aliados. Extranjeros altos, bien alimentados y cultos, con los fusiles cargados y ganas de olvidarse de los horrores del frente. Sin nadie que las controlase, las mujeres conocieron la libertad. Nada de matrimonios concertados, palos en las costillas ni cuerpos flácidos. Una guerra eterna por delante las llenaba de la esperanza de presenciar el regreso de sus maridos con los pies por delante. Júlia encendía velas rezando por ellas todas las noches y, en algunos casos, el deseo se cumplió.


Sin embargo, nada es para siempre, y gradualmente los hombres de Nagyrév fueron regresando a casa. Mutilados, ciegos y dependientes, fueron recibidos con auténtica desgana en sus hogares, y la situación se tornó peor incluso que antes de la guerra. Más alcoholismo, palizas y vejaciones. Por lo menos aún tenían a Júlia. Por aquella época, su consulta estaba siempre de bote en bote.


Juliena se había enamorado perdidamente del cabo Joseph, al que alojaba en secreto en el granero, mientras su marido en silla de ruedas quedaba confinado en la segunda planta, custodiado por enormes escalones. El marido de Lydia volvía del frente, y ella necesitaba urgentemente un aborto. Rose Hoybe ya no soportaba a su marido cuarenta años mayor que ella, al que consideraba la persona más aburrida del planeta. Y Mária Varga seguía recibiendo lujuriosamente a tres de sus amantes con su marido, ahora ciego, a escasos metros. La solución de Júlia a los problemas de todas era su pócima estrella a base de papel matamoscas.


***


Octogenario, alcohólico y bastante enfermo, Béla había presenciado esa misma semana la muerte de su yerno, sus dos nietas y cinco viejos amigos del pueblo. Su hija Rose se comportaba distinto. Sabe Dios que nunca se había fiado de esa pequeña fulana. Últimamente pasaba mucho tiempo en la consulta de esa comadrona con cara de amargada, junto a otras mujeres del pueblo. Estaba seguro de que pasaba algo, así que lo comentó en el bar con sus amigos. Con los que quedaban, porque a los estragos de la guerra había que sumarle una sospechosa ola de muertes por causas naturales. Como era de esperar, todos tomaron por loco a Béla. La oleada de muertes, decían, tenía que ver con la guerra, la hambruna y todas las enfermedades que asolaban el país. Lo mismo argumentó el desganado agente de policía al que solicitó ayuda, después de atravesar a pie media comarca para llegar a la comisaría más cercana. Su última opción era Jani.


Béla no pudo soportarlo más. Se notaba débil y temía por su propia vida. Un día siguió a su hija en secreto hasta casa de la comadrona y lo poco que pudo ver le heló la sangre. La luz crepuscular que se filtraba por las ventanas iluminaba un enorme caldero en el que hervían cientos de tiras de papel. Una decena de mujeres, entre ellas su hija y la matrona Júlia reían y gritaban palabras ininteligibles alrededor del fuego. Esto fue demasiado para Béla, que corrió de vuelta a casa para escribir inmediatamente a su sobrino Jani, periodista en la capital. En su precipitada huída se encontró con el doctor del pueblo, y le pareció oportuno advertirle de lo que acontecía en la consulta de la matrona. Lo que Béla no sabía es que el doctor, encargado de hacer las autopsias en el pueblo, era primo de Júlia.


***


Cuando el médico forense del vecino pueblo de Szolnok analizó el cuerpo de Béla, encontró elevados niveles de arsénico. Se exhumaron más de trescientos cadáveres, todos envenenados con agua procedente de hervir tiras de papel matamoscas. Las asesinas, que al principio envenenaban a sus maridos, terminaron dejando un reguero de muerte que alcanzó a hijos incómodos, vecinas protestonas, y padres con jugosas herencias. Los paisanos que descubrieron a estas veintiséis creadoras de ángeles, como se les llamó, terminaron también bajo tierra.


Juliena Lipke asesinó a su amante, a su esposo y a su hijo de 23 años, a quien, tras envenenar, obligó a cantar para ella hasta que cayó muerto.


Mária Varga mató a siete miembros de su familia, entre ellos su marido, héroe de guerra ciego, porque se quejaba del elevado número de amantes que ella llevaba a casa. El crimen tuvo lugar el 24 de diciembre, y ella declaró haberse hecho a sí misma un “perfecto regalo de Navidad”.


Rose Hoybe confesó haber matado a su marido “por bobo y aburrido” y a su padre “por delator”.


Las tres fueron condenadas a la horca, junto con otras cinco vecinas de Nagyrév. Las otras dieciocho creadoras de ángeles fueron condenadas a cadena perpetua.


Júlia Fazekas, la comadrona, se suicidó ingiriendo su propio brebaje mortal horas antes de poder ser detenida.

Papel matamoscas: Bienvenido

©2022 por Jota Codorníu

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