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Madre de madres

Hay que admitirlo: ciertas sensaciones, quizás las más poderosas que puede experimentar una mujer, solo sucederán de la mano de un primogénito, las posteriores serán un eco de algo ya vivido, una emoción desgastada por la repetición, un antídoto contra la añoranza de tiempos que pasaron demasiado rápido. Para cualquier hermana menor es tarea imposible estar a la altura.

Yo siempre me esforcé por cumplir con las elevadas expectativas, y sin embargo aprendí muy pronto que jamás lograría alcanzar tal objetivo. No intento culpar a mi Santa Madre, me alimentó bien y me abrigó cuando tenía frío. Me abrazó en los momentos difíciles y me enseñó a rezar para ahuyentar el miedo. Me enseñó los valores de la humildad y la compasión. Me dio un hogar y me convirtió en una mujer digna del mejor esposo. Curaba al instante mis heridas, y su caldo sanaba cualquier enfermedad. Cantaba como los ángeles y olía a flores recién cortadas. Y sin embargo, su voz se rompía de forma especial al hablar de mi hermano mayor, sus ojos nunca llegaron a brillar igual al mirarme a mí.

Santiago, José, Simón… todos llegaron antes que yo, y sintieron lo mismo que yo, y sin embargo para ellos fue distinto. En el año treinta del calendario juliano nacer varón te concedía amplias ventajas. Superar el complejo fraterno y encontrar un lugar propio era mucho más fácil. Pronto se volcaron en la pesca, o en la carpintería, o en la predicación, y alejaron de su espíritu el peso de la herencia familiar. Sin embargo, la hija menor debía encargarse del cuidado de los progenitores, en proceso de vejez progresiva, cada vez más necesitados. Y a cada año cumplido, mis opciones de encontrar un buen hombre que me alejase de aquel estado de olvido perpetuo disminuían. Aún así, yo cumplía de buen grado, especialmente con mi padre, el otro gran invisibilizado de la familia, que perdí demasiado pronto.

Suyos éramos todos, menos el primero. Él, con mayúscula, era el hijo del Gran Padre. Hablo de mi hermano Jesús, por supuesto. Eso convertía a María en Madre de madres. ¿Cómo podía yo pretender entonces, la hija invisible, una fracción del inabarcable amor que la Madre de todos sentía hacia su primogénito? ¿Cómo podría entender Él el profundo desconsuelo que aún después de su partida me persiguió hasta el final? Mi madre siempre me decía: Él lo entiende todo.


Para menoscabo de mi autoestima, se decidió en pro de la fe cristiana que la virginidad de madre no debía ponerse jamás en duda. A ojos de la historia, la que concibió virgen a su primer hijo debía permanecer virgen para el resto de su vida. La decisión, apropiada para la futura Iglesia, castró para siempre a mi padre y nos relegó al resto de hermanos a un papel de meros discípulos secundarios. Se reescribieron las Sagradas Escrituras con el único fin de hacernos desaparecer. Y sin embargo, asomamos  como versículos sueltos, frases ambiguas aún hoy indescifrables para quienes toman como figurada la palabra de Mateo. Y allí quedaremos para siempre, habitando crípticos el 13: 55-56.

Aún así, madre siempre nos recordaba lo mucho que nos amaba, pero yo nunca estuve segura de si ese amor era el mismo que, en su infinita bondad, sentía por todos los seres humanos. Una vez me atreví a preguntarle, aún a riesgo de pecar de envidia, si me quería igual que a Jesús. Ella, imbuida de ternura, me besó la frente y me dijo: eres el amor de mi vida, te quiero tanto como a todos tus hermanos. Yo le insistí, preguntándole si era eso posible, a lo que me contestó: Lo entenderás cuando seas madre.

Madre de madres: Project

©2022 por Jota Codorníu

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