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La familia de María

A Lorenzo le encantaba su mayonesa casera. Un huevo, diez gramos de zumo de limón, una pizca de sal y doscientos mililitros de aceite vegetal. Lorenzo era su hijo pequeño. Le gustaba tanto, que le pedía que sus bocadillos no llevasen nada más. Una vez a la semana se lo preparaba. María disfrutaba viéndole devorarlos los viernes por la tarde, como recompensa merecida a una semana de diligente dedicación a los estudios.


Gonzalo, el mayor, era más rebelde. Apasionado y temperamental, tenía días complicados, aunque a María le gustaba pensar que era porque tenía un hijo especial, con una sensibilidad arrolladora que le obligaba a imprimir su personalidad en cada uno de sus actos, especialmente en el campo de fútbol, donde brillaba. A veces, tras una acalorada discusión con su padre, le llevaba al cuarto un par de pechugas empanadas, su comida favorita. Le dejaba el plato en el escritorio, lo besaba en la frente y se marchaba para dejarle el espacio que sabía que Gonzalo necesitaba. Dos pechugas de pollo, un huevo, pan rallado y harina. Freír en abundante aceite.


Ramiro era feliz con su tortilla de patatas. Setecientos gramos de patata, seis huevos, sal, y por supuesto un poquito de cebolla. Aceite para sofreír y cuajar. María y Ramiro se conocieron en un mercadillo benéfico organizado por el párroco del pueblo. La deliciosa tortilla de María se acabó rápidamente, y Ramiro no tuvo ningún reparo en acercarse a ella para pedirle la receta. Desde entonces, María siempre tenía tortilla en la nevera, para merendar, desayunar y picar entre horas.


María Escribano creía haber alcanzado la felicidad a sus treinta y dos años. Dos hijos preciosos a los que cuidar. Un marido trabajador, humilde, y juicioso para guiarlos. Meses de presupuesto ajustado, pero amor incondicional todo el año. Domingos de misa y vermú en familia. Siempre aspiró a esa vida sencilla. Por eso, María nunca olvidará la mañana en que bajó al mercadillo de la plaza. Siempre se acordará de que llevó el dinero justo para la compra, quinientas pesetas, porque se habían retrasado en el pago de la nómina de Ramiro. Nunca podrá sacarse de la cabeza cómo el vendedor ambulante la convenció para comprar aquella garrafa de cinco litros de aceite, que era más barata que la que solía llevarse, pero era de la mejor calidad, le aseguró. Recordará por siempre esa garrafa sin etiqueta, que le permitió llevar a casa una docena de huevos más para reponer la tortilla de la nevera, que ya se estaba acabando.


* * *


Dos semanas más tarde, Ramiro recorría los hospitales de la ciudad, colapsados. Lorenzo convulsionaba después de días de fiebres implacables, dolores generalizados y picores brutales. María cuidaba en casa de Gonzalo, con los mismos síntomas, aunque mucho más moderados. A los pies de la cama, mientras su hijo dormía, María rezaba rosarios arrodillada. Las piernas le dolían, pero hora tras hora, le entregaba ese sufrimiento a la Virgen, y a Dios, y a San Pantaleón, patrono de los enfermos. Rezaba esperando una llamada que le confirmase que todo estaba bien, que su hijo pequeño tenía un catarro fuerte, y no esa enfermedad desconocida que atestaba las urgencias del país desde hacía semanas. Rezó durante horas hasta caer dormida con la frente apoyada en el colchón de Gonzalo. Cuando el teléfono de casa sonó, dos clavos en sus rodillas le impidieron levantarse. Sus piernas no respondían. Su hijo mayor, febril, fue quien contestó la llamada de Ramiro, informando de que Lorenzo se quedaría ingresado en el hospital, y que debían llevarse también a Gonzalo para hacerle pruebas.

–En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Dios mío, ven en mi auxilio.

Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo.

Como era en el principio, ahora y siempre,

por los siglos de los siglos. Amén.


Los últimos días de vida de Lorenzo transcurrieron entre vías y pinchazos. Calambres, mialgias y compañeros de habitación que llegaban y se iban. Pruebas infinitas y llantos interminables. María y Ramiro apenas durmieron, turnándose para cuidar de Gonzalo que había sido devuelto a casa. La fiebre remitió, pero los dolores nunca se fueron, y Gonzalo, encamado, no pudo asistir al entierro de su hermano. Con el paso de las semanas, la piel de su cara se fue endureciendo, y las articulaciones agarrotadas se torcían solas. En ocasiones perdía la visión. Las piernas de María dolían cada vez más, pero ella se esforzaba en pasar los días atendiendo la casa y las noches rezando de rodillas a los pies de la cama de Gonzalo. A las dos semanas de la muerte de Lorenzo, Ramiro también cayó enfermo.


* * *


Más de un mes tardaron las autoridades sanitarias en detectar un tóxico presente en garrafas de aceite de colza adulterado que se había estado comercializando por el centro del país. Al enterarse, María recordó con claridad el paseo hasta el puesto ambulante donde compró la garrafa. Y el bocadillo de mayonesa de Lorenzo. Y las cuatro pechugas empanadas que comió Gonzalo dos días después. Y las tostadas con aceite, y todas las ensaladas. Y las tortillas, ¡Dios Bendito! Las cuatro o cinco tortillas que salieron de aquélla garrafa. Aún quedaba un trozo en la nevera. Corrió a tirarla. Abrió el armario de la cocina donde guardaba el aceite. Quedaba más de la mitad. No se atrevió a tocarlo. Lo cubrió con una bolsa, como si de un objeto maldito se tratase, y caminó seis, siete, ocho manzanas hasta el contenedor más lejano que pudo encontrar. Durante meses, María quedó atrapada en un bucle de culpa que solo conseguía ahuyentar rezando el rosario. Uno tras otro.


Se asociaron más de cien secuelas distintas al síndrome tóxico. En casa conocían bien algunas de ellas. La fatiga crónica, la hipertensión pulmonar y la falta de tono muscular postraron a Gonzalo en una silla de ruedas. Ya no habría más fútbol, ni salidas con amigos, ni rebeldía. Con once años, tuvo que despedirse de todos sus amigos y acudir a un nuevo colegio, lejos de la impracticable colina en la que se ubicaba el anterior. Ramiro tuvo suerte y pudo reincorporarse al trabajo tres meses después de ser diagnosticado, aunque los dolores crónicos le obligaron a reducir su jornada laboral a la mitad. La economía familiar se vio seriamente afectada. Sin embargo Ramiro aprovechó el tiempo ganado al trabajo y empezó a convocar asambleas vecinales para los afectados. La indignación le quemaba por dentro, y sentía como propio el deber de encontrar hasta el último responsable y hacerle pagar por sus actos infames. Tal vez fue por la pasividad beata de María, o quizás por la necesidad de alejarse de tanto dolor, por lo que Ramiro cada vez pasaba más tiempo fuera de casa, dedicado en cuerpo y alma a su organización justiciera.

–¿Vendrás hoy a cenar? Pensaba hacer tortilla. Poco cuajada, como te gusta.


Las secuelas de María eran, quizás, las más dolorosas. Físicamente casi no lo acusó. Se le retiró la regla. Las rodillas fueron a peor, pero podía caminar. Sin embargo, la culpa le atormentaba día y noche. La familia que con tanto esfuerzo había construido estaba totalmente derruida. Su pequeño había muerto a los siete años. Con Ramiro casi ni hablaba. Gonzalo había perdido toda la vitalidad. Necesitaba reconstruir su realidad. Empezó a hurtar dinero de la cuenta común para llevar en secreto a Gonzalo a una curandera local a escondidas de Ramiro. Entre ungüentos, limpiezas de aura y velas a la Virgen, las cuentas familiares empezaron a resentirse. Inevitablemente, Ramiro terminó enterándose. Puso el grito en el cielo. En su cabeza, racional y metódica, no cabía comprensión hacia los impulsos arrepentidos de María que, con mucha o poca fe en los remedios que aplicaba a su hijo, intentaba agotar todas las vías posibles de darle a su familia la normalidad perdida. Desde entonces, los pocos ratos que Ramiro pasaba en casa se traducían en discusiones sin fin. Con una relación matrimonial que tocaba fondo, empezaron a hacerse frecuentes los viajes a la capital para organizar protestas ante el Congreso. Ramiro consiguió poner el foco de los medios en las reivindicaciones justas de los afectados por el envenenamiento masivo, pero cada triunfo personal le alejaba más de María, a la que ya apenas veía.


* * *


María creyó estar ante un milagro cuando, en la revisión médica un año después, le comunicaron que estaba embarazada. No pudo dar crédito al diagnóstico, puesto que llevaba sin menstruar desde el envenenamiento. Sin embargo, las pruebas no dejaban lugar a la duda. De pronto sintió dentro el fruto de tanto rezo, de tanto llanto, de tanto esfuerzo por volver a una vida anterior. Dio gracias al Cielo por la milagrosa fecundación, fruto de una única noche de sexo amargo y culpable hacía poco menos de un mes. Se sintió en Gracia, y desoyendo las súplicas del médico para que atendiese a las posibles derivaciones de aquel aberrante embarazo, corrió a casa para llamar a Ramiro y darle la noticia. Largas noches de discusiones se sucedieron. María estaba segura de portar en su vientre un regalo divino, respuesta a tanto sufrimiento. Ramiro argumentaba que, de llegar a alumbrar viva a la criatura, no duraría demasiado tiempo entre ellos. Le rogó que escuchase a los médicos. Finalmente, tras días de negociaciones, Ramiro juró sobre la tumba de Lorenzo que, si María interrumpía su embarazo, dejaría la asociación y remaría junto a ella para volver a ser la familia de antaño.


El médico de María estaba genuinamente preocupado por su salud, y le facilitó toda la información que pudo. En una hoja de cuaderno arrancada le anotó la dirección de la clínica abortista de Londres, y la dirección de la persona que le facilitaría el vuelo y la estancia. Por aquel entonces ningún tipo de condicionante médico ni personal permitía abortar legalmente en el país. Hacerlo en España suponía clandestinidad, mala praxis, falta de higiene, y en muchos casos complicaciones graves en la mujer. Soñando con su reconstruido hogar, se tragó los miedos y cogió un avión por primera vez, sola, pues únicamente había dinero para un pasaje. Sin entender inglés, logró encontrar el autobús lleno de españolas que la llevaría hasta la residencia. Por la noche, mientras otras diez chicas embarazadas sollozaban en camas próximas, ella se imaginaba durmiendo abrazada de nuevo a Ramiro. A la mañana siguiente, mientras una cohorte de embarazadas de luto se dirigía a la clínica, María soñaba despierta con la misa del domingo en familia, y el soleado vermú que le seguía. Mientras le absorbían el útero y raspaban sus paredes, ella sonreía con la mirada perdida, imaginando que Lorenzo los acompañaba. Quizás en un futuro lejano consiguiese tener una niña sana. Eso pensaba tendida de vuelta en la cama de la residencia, mientras teñía de sangre las sábanas.

–Mi Dios, hoy vengo a rendirme ante ti,

a pedirte perdón por mis faltas,

por el daño consumado.

Te suplico misericordia y compasión.

Sé que son grandes mis pecados, pero hoy vengo arrepentida a humillarme ante ti.

Necesito tu ayuda para poner en orden mi vida,

dame fuerzas, concédeme tu perdón, ayúdame a tener fe, esperanza, guía mi vida...


Cuando a la mañana siguiente recibió la llamada de Ramiro, tomó la decisión. Gonzalo había sufrido un fallo multiorgánico. No respondían los riñones, ni el corazón, ni el hígado. Castigo Divino. Ya no había nada en España para ella.

En la primavera de 1981 más de 20.000 personas fueron envenenadas en España con aceite de colza industrial que se adulteró para el consumo humano. Miles de personas murieron. Los afectados aún hoy sufren las secuelas permanentes del envenenamiento, y luchan por ser escuchados y recibir una ayuda que les permita llevar una vida digna.

La familia de María: Bienvenido

©2022 por Jota Codorníu

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