
La bestia de los veinte millones
Un cuento bastante real
París, 1925. Se respiraban aún los aires de libertad propios de un pueblo eufórico y desenfrenado que había caído en el lado vencedor de la única Guerra Mundial que la humanidad había conocido hasta entonces. La ciudad entera parecía decidida a exprimir despreocupada hasta la última gota de vida que había quedado tras la reciente y devastadora pandemia de gripe española.
Exactamente a las once de la mañana del jueves, llegó un camión lleno de jaulas a la plaza, puntual como siempre. Abriéndose paso entre flapper girls y cortes bob, berlinas Ballot y largos collares de cuentas, Rémy corría intentando llegar a tiempo a la plazoleta del mercado. El chico, aprendiz del gran Monsieur Roy, era quizás la única persona consciente en toda la ciudad de la importancia del contenido de una de las jaulas que hoy debían descargarse. Rémy, saco al hombro, apretaba en su puño medio franco mientras aceleraba. La plaza del mercado de ganado estaba al otro lado de la calle, y ya podía ver al vendedor atender a los últimos compradores de la fila. La mala suerte quiso que Madame Durand decidiera, en el preciso instante en que Rémy pasaba por su lado, dar por terminado su café de media mañana, con tan mala fortuna que al levantarse empujó al pequeño con el respaldo de la silla. En un colosal traspiés, Rémy rodó varios metros por la calzada. Poco le importó el frenazo con el que Gérard evitó atropellarlo por milímetros con su furgoneta de reparto, pues estaba demasiado ocupado viendo cómo la moneda de medio franco rodaba sobre su canto calle a través, esquivando el tráfico, para terminar cayendo en el hueco de la alcantarilla. Se puso en pie rápidamente, desoyendo las preocupadas advertencias de Madame Durand y de Gérard, y cruzó incauto hasta el hueco de la acera de enfrente.
Cuando los dos testigos del incidente alcanzaron al muchacho, este lloraba desconsolado. La moneda yacía visible al fondo, pero inaccesible a las pequeñas manos de Rémy. Madame Durand, sintiéndose culpable de la situación, fingió grandes esfuerzos para introducir sus finas manos enguantadas a través de las sucias rejas, pero renunció pronto. El llanto desmedido conmovió a Gérard el repartidor, mozo de buena hechura que tras varios intentos logró desencajar la reja y ofrecerle al chico su moneda. Cuando Rémy levantó la cabeza, comprobó desanimado que el camión con las jaulas ya se había ido.
–Chico, ¿por qué ese desánimo, si has recuperado tu dinero? –Preguntó Gérard
–Le estoy de veras agradecido, señor, pero el dinero no es mío, es de mi maestro, Monsieur Roy. Se pondrá furioso cuando vuelva sin la jaula.
–El mercado de ganado sigue abierto, puedes elegir el animal que quieras.
–No es eso, señor. La bestia que venía a comprar es especial. Única. El maestro Roy la hace traer especialmente desde los Pirineos Atlánticos, el único lugar del mundo donde se cría.
–Me siento responsable, pequeño. Acepta este franco y ofréceselo a tu maestro en compensación. –Madame Durand, emplumada, miraba enternecida a Rémy desde sus enormes tacones.
–Muchas gracias, señora. –Rémy aceptó la moneda– Y sin embargo sé que se sentirá muy desilusionado. No volverán a traer otra jaula hasta dentro de una semana. El maestro verá afectada gravemente su investigación.
–¿Qué investigación?– Inquirieron ambos.
–¿Es que no lo han escuchado? No se habla de otra cosa entre la comunidad científica francesa. Mi maestro, Monsieur Roy, es un brillante médico militar que sirvió al país durante la Gran Guerra. Al terminar esta, decidió investigar el gran mal que ha asolado al mundo en las últimas décadas.
–¡La gripe española!
–Eso es. Tras duros meses de trabajo y noches en vela, consiguió aislar al responsable, un ser diminuto que vibra endemoniado. Este germen ha resultado estar presente no solo en tejido humano, si no también en animales y hasta en plantas. Recientemente lo ha descubierto en pacientes con gripe y constipado, pero también en enfermos de tuberculosis, paperas, eczema, ¡y hasta cáncer!– A Gérard y Madame Durand, horrorizados por el relato, se iban sumando curiosos viandantes. –La bestia que debía comprar hoy en el mercado convive con el germen y no enferma. Monsieur Roy está fabricando en su laboratorio el remedio, pero ya hay varias farmacéuticas interesadas en la fórmula ¡Pronto la cura estará disponible para todos los franceses!
–¿Y de qué magnífico animal nos estás hablando, pequeño?– Madame Durand frotaba las manos ansiosa.
–Eso no puedo decírselo, pues mi maestro me daría una buena paliza. Perderíamos los miles de francos que vale la fórmula del medicamento.
–Dime entonces cómo se llaman esas pastillas, tengo un hijo de salud frágil y ya no sé qué hacer con él.
–No lo recuerdo, señora. Déjeme ver, puede que… –Sacó de su saquito un bote de pastillas en el que podía leerse Oscillococcinum.
La reacción entre la audiencia no se hizo esperar, la docena de oyentes que había conseguido reunir le quitaron de las manos los botes que llevaba dentro del saco.
* * *
–¿Has traído el pato?– Preguntó Joseph Roy mientras agitaba un matraz lleno de agua.
–Lo siento, señor. Se me escapó el camión. Pero hoy he vendido todos los botes.– A Monsieur Roy se le relajó el ceño fruncido.
–Eres el mejor vendedor que conozco, sin duda. Muy bien. Pero mañana me tienes que traer el dichoso pato almizclado. Ya solo me queda solución para treinta botes de pastillas. Ahora ven, a ver si al fin te aprendes la maldita fórmula. Coges este matraz y lo llenas con jugo de páncreas. Pones dentro quince gramos de hígado y otros quince de corazón, y lo dejas reposar un mes y medio hasta que se disuelven. Y obtenemos…
–El principio concentrado, señor. Ya lo sé. Lo que no entiendo es por qué no usamos ese recipiente entero de líquido para hacer la medicina.
-¡Porque es demasiado potente, necio! Se trata de memoria. Aquí se concentra todo el mal del germen. Tenemos que coger UNA sola gota y mezclarla en un recipiente de litro de agua. Y tiramos toda la mezcla. El agua que ha quedado en las paredes del recipiente tiene memoria, mi pequeño zoquete. Lo llenamos de agua de nuevo y…
–¿Impregnamos las tabletas?
–¡NO! Sigue siendo demasiado fuerte. Vaciamos y volvemos a llenar con agua pura. Removemos y vaciamos. Doscientas veces. Es la dilución apropiada. Ya lo sabes, el agua tiene memoria. Ya lo demostró el gran investigador Korsakov hace casi un siglo.
* * *
Lo que no sospechaba el pequeño Rémy es que, en efecto la altamente eficaz fórmula del doctor Roy sería comprada por un laboratorio homeopático que, aún a día de hoy, sigue vendiendo una dilución de una gota en doscientos litros de agua. Una fórmula obtenida del corazón y el hígado de un único pato almizclero del que salen decenas de kilos de pastillas. El pato de los veinte millones de euros.