
Germán Torres
Se despertó de nuevo sobresaltado entre sudores fríos. La gente que lo conocía bien definía a Germán Torres como un hombre ordenado, racional, amable y algo flemático. Él era consciente de la imagen que proyectaba y le gustaba, por eso le avergonzaban las pesadillas recurrentes que lo despertaban muchas noches. Rondaba los cincuenta años y no había encontrado la forma de deshacerse de ellas. Mediante una cuidadosa rutina había logrado, eso sí, disminuirlas en frecuencia e intensidad.
Miró el reloj, aunque sabía de sobra qué hora era. Las seis y media, hora exacta a la que cada día abría los ojos. Su madre estaría ya despierta en la habitación contigua esperando el desayuno y con una bacinilla por vaciar. Como cada día, la besaría en la frente, le daría los buenos días y le calentaría un café con leche, cortito de café, con una magdalena y una mandarina pelada en su platito de Duralex marrón. Después de tantos años, se le seguía destrozando el corazón cada mañana al ver a Ramoni postrada en una cama, con un muñón por mano derecha, sin pies y con marcas hendidas a fuego por toda la cara. Al contrario de lo que se dice, el tiempo no lo cura todo. En ocasiones, el paso de las estaciones cronifica el dolor y acucia el resentimiento.
Germán no trabajaba fuera de casa. Él y Ramoni vivían de la pensión de invalidez. Sin embargo, su vida distaba mucho de ser reposada. Después de las camas, las duchas, los platos, el polvo y los cristales, tocaba bajar a hacer la compra. Más tarde, Germán dispondría de un rato para sí mismo. El anhelado y solitario paseo por el parque con el que tanto disfrutaba un par de veces por semana. Así que se dirigió a la cocina y cogió el carrito. Abrió la alacena y escogió una de entre muchas bolsitas de papel blanco en la que ponía lunes y la metió dentro, así como una lista que no incluía sólo artículos para su casa, si no cuadrantes dedicados a varios vecinos a los que le gustaba prestar su ayuda. El edificio, al igual que sus habitantes, era ya viejo, y muchos de sus residentes encontraban serias dificultades para bajar por los desiguales peldaños de madera de la corrala. Silvina, la amable ancianita argentina del tercero, no tenía familiares en la ciudad, y cada tres días necesitaba nuevos pañales desechables. Norberto se había roto la cadera hacía poco y a su mujer le costaba ya un mundo bajar a por los antiinflamatorios que necesitaba. Así con los residentes de hasta cinco pisos del bloque.
A la entrada del supermercado, Germán se disgustó al encontrar a un mendigo con un par de cachorros en el regazo. No pudo esconder un gesto de indignación al pasar por su lado. Mientras compraba fruta y pescado para su madre, pañales para Silvina, varias cajas de chucherías caninas, y latas de comida de gato para Manuela, pensó en lo vil de usar cachorros de perro para apelar a la compasión ajena. Estaba muy seguro de que él no era el único inmune a esta táctica. Mientras paseaba entre botes de conservas, meditó en la triste condición de los perros. Provenientes de una casta salvaje, pero maleados a la medida del ser humano. Deformados en tamaño y proporciones, desiguales y previsibles. Atados a unos seres que les dan patadas y los ignoran. Madres estériles los usan como sustitutos de hijos imposibles. Cazadores los lanzan a unas presas que nunca podrán comer, para encerrarlos en jaulas hasta el día siguiente. Seres desnaturalizados, al fin y al cabo, que terminaron siendo la parodia de un lobo. Se dice que la desaparición de una especie conlleva el desequilibrio de ecosistemas enteros, pero estaba seguro de que con los perros no sucedería tal cosa. De hecho, el planeta lo agradecería. Recordó haber leído que la existencia de un solo perro equivale en términos de contaminación a conducir diez mil kilómetros anuales.
–¿Va a querer bolsa?– La cajera interrumpió la reflexión de Germán Torres.
Había llegado a la caja sin darse cuenta. Pagó y metió todo en el carrito, dejando las chucherías para perro y la bolsita blanca de papel en la parte superior, pues sería lo primero que tendría que sacar. A continuación, se encaminó hacia el parque para disfrutar de su ansiado paseo en soledad.
El día era perfecto. El cielo despejado permitía a Germán disfrutar de los rayos de sol que suavizaban el clima otoñal. Eligió un banco rodeado de robles y setos ya anaranjados desde donde tenía unas excelentes vistas de la extensa pradera principal del parque. Varios perros jugaban mientras sus dueños charlaban distraídos entre ellos. Levantó la tapa del carro. Abrió la caja de chucherías caninas y la bolsa de papel blanco con la inscripción lunes escrita a bolígrafo en un lateral. Sacó de dentro una pequeña cuchilla y, tapado por el propio carro, la introdujo dentro del premio en forma de hueso. La hoja afilada penetró con facilidad en la golosina blanda. Una chica rubia pasó cerca con su chihuahua ladrando sin parar, y le dedicó una mirada de soslayo. Una vez se hubo alejado, repitió la operación varias veces más. Miró a ambos lados y, cuando se aseguró de que nadie lo observaba, las lanzó al césped. Ahora sólo era cuestión de relajarse y esperar, como en la pesca. Los perros de caza eran siempre los primeros en llegar. Años de experiencia se lo habían demostrado, y esta vez no iba a ser la excepción. Un odioso beagle que no había parado de gruñir empezó a olfatear el aire. Germán Torres empezó a sentir el placer que le provocaba la anticipación. Los días de cuchilla eran los mejores. También disfrutaba con el veneno o los clavos, pero eran mucho menos inmediatos. En numerosas ocasiones se marchaba a casa sin haber podido contemplar su ansiado clímax. Le gustaba variar de método y de parque, por si algún asiduo lo identificaba.
Al olisqueante beagle se unió un pastor alemán. Con los grandes era con los que más disfrutaba. Poco a poco identificaron el área del que provenía el llamativo olor de la chuchería. Los dueños giraron la cabeza, pero rápidamente volvieron a su charla intrascendente. De pronto, el beagle adoptó una postura que indicaba que había localizado el pequeño hueso, y el pastor alemán se puso a su altura. Los dos corrieron hasta llegar a la golosina, y el beagle gruñón consiguió engullirla. Los dueños se percataron y acudieron a ver el motivo del revuelo. El pastor siguió olfateando insistente. Lo intentaron agarrar mientras estiraba con fuerza. El beagle empezó a gemir. El pastor consiguió zafarse y comer una chuchería más mientras el chihuahua se acercó de pronto y se comió una tercera. El grito de una mujer rasgó el aire, el beagle vomitaba sangre y gimoteaba a la vez, atragantándose en sus propios fluidos. El pastor aulló de dolor mientras rebozaba histérico su hocico en el suelo, dejando un reguero rojo. Los dueños gritaban espantados sin saber qué había pasado, y entonces el chihuahua, con el hocico lleno de cortes, escupió la golosina. Su dueña, la chica rubia que antes pasó a su lado, recogió el hueso. Germán se levantó inmediatamente y echó a andar apresurado tirando del carro. Entre gritos, llantos y aullidos, volvió la cabeza para ver a lo lejos a la chica rubia señalándolo. Echó a correr lo más rápido que pudo hasta salir del parque y subirse a un autobús que acababa de parar. Desde las puertas de cristal pudo ver, mientras se alejaba, a varios dueños llorosos buscándolo. Esa era la parte amarga, ver sufrir a las personas, pero siempre se consolaba a sí mismo pensando que lo merecían por vivir con semejantes aberraciones.
Por puro nerviosismo, dejó que el bus recorriese media línea antes de bajarse y volver a casa a pie para calmar la excitación. Cuando llegó a casa fue a ver a su madre, que no estaba acostumbrada a pasar tanto tiempo a solas. Miraba la tele en silencio. En su regazo descansaba la gata del vecino, que había vuelto a colarse por el balcón. Germán observó al animal, que le devolvió la mirada fijamente. Se acercó hasta ella y la agarró del pellejo del cuello, acercándosela a un palmo de la cara. La miró directamente a los ojos unos segundos.
–Hola Manuela, tengo una cosita para ti.– La dejó en el suelo y le ofreció la lata de comida blanda que había comprado en el supermercado. Mientras la engullía, la besó. –Muchas gracias por cuidar de madre mientras estaba fuera.
Ramoni no había movido ni un solo músculo en todo ese tiempo. Entonces giró la cabeza con gesto serio.
–Tienes que dejar de hacerlo.
–No sé a qué te refieres, madre.
–Déjate de tonterías. La policía ha estado aquí otra vez aporreando la puerta. Los vecinos lo habrán oído.
–Madre, te aseguro que no he hecho nada esta vez.
–Lo que haces no está bien. No te ayuda, te pone peor. Acepta la realidad, eres un hombre crecido.
–Esas bestias se lo merecen.
–¿Sabes lo que no me merezco yo? ¡Un hijo rarito! ¡Ya tienes tres denuncias! ¡Vas a buscarnos la ruina!
Ramoni echó a llorar. Germán se retiró. Sabía que su madre no le dirigiría la palabra en el resto del día, así que se retiró a su cuarto. Más tarde, la policía volvería a casa para localizarlo y abrir una nueva investigación.
Esa noche, en vez de atenuarse, la pesadilla fue más vívida que nunca. Germán volvía a tener trece años. Paseaba de nuevo por la rivera del río del pueblo, cerca de una granja abandonada, donde dos enormes perros hambrientos le ladraban desde el otro lado de una valla precaria. Germán cogía otra vez aquel canto puntiagudo y se lo lanzaba a las bestias furiosas, que conseguían escapar y perseguirlo durante un buen trecho, hasta que llegaba a la entrada del pueblo. Una vez más, Ramoni veía a Germán llegar huyendo de los animales, e interponía su cuerpo entre estos y su hijo. Por enésima vez, en sueños, Germán se quedaba paralizado por el miedo mientras dos perros maltratados descargaban su furia contra su madre, que caía al suelo inconsciente. Le mordían la cara. Devoraban sus extremidades para calmar el hambre.