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Stendhal y París

La vista desde arriba conmocionó al joven Stendhal. Ya observando la fachada de la basílica empezó a sentir fuertes palpitaciones y una leve desorientación a la que no quiso hacer caso. Ahora, con las tumbas de Dante, Galileo y Miguel Ángel a sus pies, presidiendo decenas de sepulcros mudos de italianos menos ilustres, catorce pilares que sustentaban un infinito cielo envigado y coronado por la joya que formaba la gloriosa cúpula del altar mayor, empezó a notar el sudor a mares y la presión paquidérmica sobre el esternón. Fue entonces cuando reposó su vista sobre un anodino banco para evitar el mareo y la consecuente caída, en el momento exacto en que pudo distinguir a través de sus gruesas lentes a París. Cayó a plomo, incapaz de soportar sus latidos incontrolados. París, cardióloga de profesión y ángel por vocación se abrió paso entre los turistas para resucitar a Stendhal, que le dedicó su primera sonrisa como renacido. Así se sintió desde que vio sus preciosas facciones endurecidas por el gesto serio y una mirada acerada que, pensó él, trataban de esconder una ternura frágil.
París había viajado acompañada hasta Florencia con la esperanza de encontrar esa especie de mariposas que solo habitan en el estómago de las personas enamoradas, y sin embargo, tras dos días de paseos, Ponte Vecchio, cannoli a la luz de las velas y muchas, muchas iglesias, se sentía invadida por una profunda apatía. Nunca disfrutó planificando viajes, mucho menos en pareja, el resultado final era invariablemente el mismo: una enorme desilusión que la devastaba por dentro, robándole las fuerzas, entristeciéndola mientras observaba cómo la gente alrededor se entregaba al frenesí del arte para turistas incautos. París no había podido evitar que esos sentimientos se derramasen sobre su corta relación, tiñéndola de un gris que le urgió a abandonar un efímero noviazgo con Jerusalén, un buen hombre que a menudo se dejaba llevar por absurdos impulsos mesiánicos. La catarsis sentimental que desgarró a Jerusalén y dejó indiferente a París se había producido esa misma mañana, y ahora ella buscaba cómo ocupar el día y medio que la separaba del vuelo de vuelta, que no había podido adelantar. Quizás por eso aceptó la invitación a cenar de aquél peculiar desconocido que se desmayaba en las iglesias, con pelo alborotado de artista y ojos ávidos de niño insaciable. Fue quizás el factor sorpresa, la falta de expectativas o el casi pueril entusiasmo de Stendhal lo que hicieron de esa noche una de las más emocionantes que París podía recordar. La sensación de vértigo, de novedad… y un cierto cosquilleo en el estómago que crecía con el calor del vino tinto.
La noche se mostró indómita y frenética en la calma de una ciudad dormida en pleno enero. Tras cuarenta minutos de pasión, Stendhal suplicó apagar las luces, pues la sola visión del cuerpo desnudo de París le provocaba vértigos irremediables. Aún así, el olor de la mujer que lo cabalgaba desbocaba cada latido. Entre el primer y el segundo acto, Stendhal necesitó una infusión para el estómago y dos Biodraminas para la cabeza. Con el corazón no pudo hacer nada, desde el momento en que rozó la piel de París había echado a caminar por su cuenta.
Llegó la despedida, con ella algo apenada por primera vez en mucho tiempo y él destrozado por quinta vez en el mismo día, incapaz de aceptar una separación tan prematura. Intercambiaron direcciones y prometieron escribirse, cosa que hicieron, de forma constante y sincera. París agradecía desde Barcelona el recuerdo de unos sentimientos poco habituales; Stendhal, desde París ciudad, se dejaba llevar por las taquicardias que le producía el erotismo implícito en la caligrafía de su amada. Tras un mes de cartas semanales, Stendhal empezó a presionar a París. Un sentimiento tan puro debía espolearse. Necesitaba verla, olerla y volver a sentirla: debía mudarse. La ciudad de Gaudí, Miró y Tàpies era desde hacía tiempo un destino soñado por él, y ahora lo anhelaba más que nunca. Imaginó en sus cartas cómo París lo llevaría de la mano por las Ramblas, para perderse a medianoche en los callejones angostos del barrio gótico. Desayunos en el Mercado de la Boqueria y baños al atardecer en el Mediterráneo. La vida dibujando ante ellos el más hermoso paisaje nunca visto.
Tras una semana de insistencia postal diaria, París pensó que a fin de cuentas no sería tan mala idea, Stendhal era lo más parecido al amor romántico que destilaban en Hollywood, ese que tantas veces se había creído incapaz de sentir. Cuando al fin Stendhal llegó, quiso poner en práctica en dos días todos los planes descritos en decenas de misivas. Ni todas las tilas, Biodraminas y tranquilizantes de Barcelona pudieron calmar el exaltado corazón de Stendhal, que entre sudores fríos y vértigos sufrió un colapso cardíaco a las cuarenta y ocho horas de comenzar su nueva vida. Murió con una sonrisa en los labios. París se sintió francamente aliviada.

Stendhal y París: Bienvenido

©2022 por Jota Codorníu

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