
En busca de Luther
Alterar el código es más subversivo que destruirlo
–Roland Barthes
En 1995 yo era un periodista recién licenciado que trabajaba por dos duros en la redacción de un programa amarillista italiano. Buscábamos la crónica de sucesos fácil, la que conseguía enganchar al espectador rápidamente, apelando a sus miedos. El objetivo de mi sección era localizar casos de desapariciones misteriosas y darles voz. Además, implicábamos a la audiencia solicitando la colaboración ciudadana, que en muchas ocasiones era tan efectiva como la policía.
Así llegó a nuestras oficinas, a través de una agencia local, la misteriosa desaparición de un artista conceptual inglés al norte de italia. Matthew Kippel viajaba por toda Europa dibujando en su ruta la palabra ART de forma ficticia en la superficie del globo. El joven, de treinta y tres años, 1,75 de altura y pelo castaño, tenía en la foto del comunicado el aspecto de alguien sacado de otros tiempos. Inició solitario su letra A en Madrid, y en su recorrido había viajado por Londres, Bruselas, Bonn y un largo etcétera de ciudades. Su último destino conocido fue Trieste, donde comenzaría la letra T, pero un motivo desconocido le impulsó a sacar un billete a Bosnia, donde nunca se registró su llegada.
Para un joven ambicioso como era yo entonces, las grandes oportunidades parecían presentarse una sola vez en la vida. Aproveché la baja de los dos periodistas estrella del programa y me ofrecí voluntario para un caso a priori complicado: Matthew Kippel resultó ser una persona extraordinariamente solitaria, sin conexiones con su pasado más allá de la escuela de Arte. Si todo salía bien, supondría mi salto a las pantallas de toda Italia.
Las primeras comprobaciones de censo fueron negativas: no había ningún Matthew Kippel nacido en Reino Unido en los años sesenta reclamado por desaparición. Visitamos en persona la agencia que nos envió la noticia para comprobar las fuentes. Varios de sus colegas de universidad, con los que mantenía contacto de forma habitual, fueron los que dieron la voz de alarma. Muchos de ellos vivían en el extranjero. El contacto más próximo a nosotros estaba en la propia Trieste. Según la denuncia, se trataba del amigo que lo acogió unos días antes de su desaparición. Acudimos a entrevistarlo de inmediato.
El joven, Adriano Lippi, accedió a la entrevista con la única condición de no ser grabado. Decía poder perjudicar su imagen de artista underground. La información que nos ofreció sirvió de muy poco: actitudes meditabundas y silenciosas los días antes de la desaparición, una mochila con ropa sucia que había dejado en su casa, y dos nombres: los amigos que lo habían acogido en sus estancias en Barcelona y Londres. Salimos de allí con pocos datos sobre su vida anterior y una sensación de fracaso incrustada en el pecho.
Decidimos pasar en Trieste la noche, llamar a los dos contactos y hacer preguntas por la zona. Los amigos de España e Inglaterra no aportaron datos nuevos. Preguntamos a los vecinos de Adriano, residentes de un bloque de estudiantes en su mayoría. Ninguno reconocía el nombre de Matthew Kippel. Casi derrotados, nos encontramos a un joven volviendo a su apartamento con evidentes síntomas de embriaguez. Como los demás, no reaccionó al nombre del desaparecido, pero entonces se me ocurrió sacar la nota de prensa con la única foto de la que disponíamos. El chico, exaltado, gritó el nombre de Luther Blisset. Borracho, y aparentemente feliz de habernos encontrado, lo repitió otra vez a pleno pulmón, y dos compañeros salieron a buscarlo al rellano de inmediato. Sin mediar palabra, lo metieron en el piso. Esa noche, nadie más nos abrió la puerta.
Al día siguiente volvimos a la redacción. Con poca información y las únicas declaraciones de un borracho, los jefes estaban dispuestos a anular la búsqueda y sustituirla por otros casos que teníamos en cola. Pero mi intuición me decía que detrás de todo aquello había algo grande. Les convencí para que me concediesen una semana de prórroga, y que enviasen a otros compañeros a por casos más sencillos para la emisión de esa semana. Yo sabía que me estaba jugando mucho, pero tenía la sensación de estar cerca de algo importante.
Las primeras búsquedas con el nombre de Luther Blisset solo remitían a un jugador de fútbol mediocre de los años ochenta. El hombre, de nacimiento jamaicano y residente en Londres, poco tenía que ver con el personaje melancólico de aspecto enfermizo de la foto de la nota de prensa. Los amigos con los que anteriormente contacté no volvieron a responder a mis llamadas. Mis jefes se negaban a invertir dinero en nuevos viajes a otras ciudades sin datos nuevos que justificaran el desplazamiento. Los días pasaban y la redacción se volvía un lugar hostil, que me encomiaba a abandonar la investigación mientras yo hacía caso omiso. Este caso se había vuelto algo personal, una cuestión de honor. Mi primera iniciativa en solitario no podía ser un fracaso.
Cinco días más tarde, un sábado en el que daba vueltas en la cama sin poder descansar, recibí una llamada en mitad de la noche. Era de la redacción. Un autobús nocturno había sido secuestrado. Dentro, un puñado de jóvenes bebían alcohol y consumían drogas, mientras hacían circular el vehículo por el medio de la ciudad de forma descontrolada causando el caos. Uno de los ocupantes era periodista en una radio local, y había conseguido contactar brevemente por medio de su teléfono móvil con su emisora. El tiempo justo para relatar cómo uno de los pasajeros se identificó a gritos como Luther Blisset. Después, un par de disparos cerraron la transmisión. Un coche de producción me recogió a los pocos minutos, y nos dirigimos al centro, siguiendo por la radio el transcurso de los acontecimientos. Cuando llegamos, la policía ya había cortado la calle y detenido el autobús. Los dieciocho secuestradores habían sido llevados a comisaría. En días posteriores, ni un solo testigo reconoció en la fotografía de la nota de desaparición a ninguno de los secuestradores. La policía no identificó a ninguno de los detenidos con el nombre de Luther Blisset, y no pudieron ofrecer ningún dato más por estar el caso en fase de instrucción.
Al día siguiente, aparecieron decenas de comunicados en internet de personas que afirmaban ser Luther Blisset. En un largo manifiesto, una de ellas denunciaba a los medios de comunicación como un infame medio de control de masas, y encomiaba a todo el que quisiera a unirse al Luthier Blisset Project a participar en acciones artísticas que los manipularan para dejarlos en evidencia. Luther Blisset no era nadie, y podía ser cualquiera. Una iniciativa artística nacida de estudiantes italianos. Una personalidad colectiva que había adquirido entidad propia.
Aunque nunca llegó a emitirse, no tardó en filtrarse a la prensa el engaño que habíamos sufrido en mi redacción. Nos convertimos en la burla nacional durante semanas. El programa perdió credibilidad y espectadores. En dos meses fui despedido.
Luther Blisset siguió llevando a cabo acciones subversivas contra los medios de comunicación de masas a lo largo de los años noventa: falsos sacrificios satánicos, suicidios simulados, y un largo etcétera a lo largo y ancho de Italia, España y Alemania. En diciembre de 1999, mientras me dirigía en metro a mi recién conseguido puesto de auxiliar administrativo en un despacho de abogados, leí en el periódico que los activistas veteranos del grupo protagonizaron un suicidio virtual colectivo con el que pusieron fin a las andanzas de una persona que, siendo mucha gente, nunca existió.
“En busca de Luther” es una ficción basada en hechos reales. Se han modificado fechas, nombres y acontecimientos para poder dar consistencia narrativa al relato.