
El gran filtro
Tanto tiempo llevaba la raza humana buscando vida inteligente en otros planetas de forma infructuosa que había puesto nombre a la improbabilidad de llegar a encontrarla. El Gran Filtro, le decían, dividiendo las fases de su propia existencia en nueve pasos, inventados de forma, cuanto menos, antropocentrista. En una primera fase, debemos encontrar un sistema planetario que permita la vida orgánica, ni muy caliente ni muy frío, hostil en su justa medida. Como segundo requisito, presencia de moléculas reproductivas. En un tercer momento, la vida unicelular se abriría paso. Y así hasta llegar a arrogarse un octavo estadio en la escala de evolución que ellos mismos habían inventado. Por delante, una única fase por conquistar: la colonización interestelar.
Si se observan estas reglas de ciencia ficción, no es de extrañar que la raza humana se sintiese tan sola en el universo: sin duda, después de tan ardua e inútil búsqueda, cabía pensar que la humana era la especie más avanzada del cosmos. O que la vida inteligente era impracticable a partir de cierto punto de evolución, pues tendería a la autodestrucción. El Gran Filtro.
Es por eso que la recepción de una señal de onda codificada proveniente de una galaxia cercana fue recibida con cierta tibieza al comienzo. Una señal vacía. Como un paquete que, al abrirse, no está más que relleno de bolitas de porexpán. La comunidad científica pasó once meses terrícolas discutiendo para llegar a la conclusión de que, sin duda, aquello había sido un error de calibración en el instrumental.
Fue por ello digna de ver la cara de los astrónomos que, exactamente un año después, recibieron la segunda señal. En esta ocasión, el paquete sí contenía un regalo. Una onda del espectro audible, simple, perfecta, de medio segundo de duración. En el observatorio espacial ALMA no pudieron contener la euforia. No obstante, decidieron por prudencia no filtrar a la prensa tan trascendental noticia hasta no averiguar algo más. El secreto quedaría guardado aún algún tiempo entre las paredes de los laboratorios de Atacama.
Pasó exactamente otro año. Midieron el tiempo con relojes atómicos, que mostraban una periodicidad anual en la recepción de la señal, con una precisión que llegaba a la milmillonésima parte de un segundo. Otra vez la misma señal que el año anterior. Un año en el que habían dirigido todas sus antenas al yermo espacio ocupado por la galaxia Leo II rastreando el origen de la señal, sin obtener resultados. En busca de futuro rédito político, o económico, o simplemente por no querer parecer estúpidos, las potencias europeas, norteamericanas y asiáticas que conformaban la alianza que regentaba ALMA decidieron silenciar la noticia otro año más.
El tercer año, la señal se repitió en el instante vaticinado. Al cuarto, la señal se duplicó. Dos pitidos consecutivos de medio segundo de duración, y nada más. Ningún hallazgo en aquélla inactiva región del espacio, ningún avance en el conocimiento sobre la procedencia de aquélla onda perfecta. La desesperanza empezaba a cundir entre la comunidad científica encerrada en el observatorio chileno. Y entonces estalló la bomba: los rusos habían recibido la misma transmisión. Pronosticaban tres pitidos para el año siguiente, y cinco al otro. La secuencia de Fibonacci. Cero, uno, uno… Cada número, sumado al anterior, nos daba el siguiente resultado.
Las interpretaciones no se hicieron esperar. Fibonacci está presente en cientos de configuraciones biológicas: en el patrón de un girasol, de un nautilus o una alcachofa; pero también estaba ligado al arte, encontrándose en la cara de La Gioconda y en la estancia de las Meninas. Tenía una fuerte carga espiritual, y sin embargo era una sucesión íntimamente ligada a las matemáticas y la computación.
Muchos hablaron de Dios, enviándonos un mensaje de paz y belleza. Otros se rasgaron las vestiduras al oírlo, mientras argumentaban fuertes evidencias científicas de vida extraterrestre, otros pocos negacionistas hablaron de manipulación de masas intentando desviar la atención pública del acuciante problema económico mundial.
Un poco más tardaron los distintos gobiernos en empezar a lanzarse acusaciones indiscriminadamente. Se descubrió que los rusos estaban al corriente de las extrañas ondas interestelares desde la primera emisión recibida. Pronto surgieron voces que acusaban a determinados trabajadores de ALMA procedentes de Europa del este de haber filtrado el primer hallazgo. Los distintos gobiernos soberanos no tardaron en tomar duras represalias comerciales contra Rusia, mientras ésta se alineaba con China. Los países gobernados por partidos musulmanes radicales alzaron la voz contra una teoría que cargaba en contra de sus más profundas creencias, y arengaron a sus gentes en contra del creciente paganismo.
En medio de un caldero hirviente de acusaciones entre naciones, se recibieron la sexta y séptima señales, en el tiempo y forma predicho por los rusos, pero la noticia ya pasaba inadvertida para la población general, sumida en el terror de las escaladas de tensión a lo largo de todo el planeta. Buques atrapados en aguas internacionales. Fronteras cerradas. Atentados terroristas. Misiles apuntando a la población civil. Fuego. Una vez más, se acercaba la cita de los humanos con la misteriosa onda, pero en esta ocasión, mientras con una mano se comparaban los parámetros del radiotelescopio, con la otra se encañonaba la cabeza del país vecino. El cronómetro atómico volvió a llegar a cero, pero este año, no se recibió la señal de forma inmediata. Menos un segundo. Menos dos. Menos tres. ¿Quién sería el primero en apretar el gatillo?