
Efecto fundador
El bosque de Uta-Han era tan denso, que el aire parecía dormido. La luz se colaba perezosa y escasa entre unas copas de vegetación tan densas que apenas dejaban ver el cielo. La vida que latía en su interior era entonces misteriosa y exuberante, y desafiaba al mundo que lo rodeaba.
Tagatha había esperado este momento toda su vida. En ocasiones perdió la fe, sintió que todo era un cuento para niños que le había contado padre. En esos momentos de flaqueza se infligía severos castigos corporales, tal y como le habían enseñado. Se cortaba ambos dedos pulgares, exponiéndose a morir de hambre por no poder usar las manos para cazar. O se sacaba los ojos, con cuidado de no reventarlos ni perderlos, porque si los extraviaba, no podría presentarlos en sagrada ofrenda a Toafoa. Después depositaría los órganos amputados en una cesta de hoja tejida bajo un árbol sagrado. Si Toafoa aún creía en él, si aún era digno de formar parte de su clan, le devolvería los ojos, o los pulgares, o la lengua, en un acto de perdón, y así había sido en las tres ocasiones en las que Tagatha había flaqueado en su rectitud. Sin embargo ahí estaba Toafoa, tal y como lo recordaba en las historias que padre le contaba cuando era un niño, portador de luz sagrada, de un blanco espectral, alto, muy alto, vagando entre los árboles desorientado, buscando a sus Tagatha y Fafine elegidos, que debían ser ellos, pues ahí estaba de pie, impávido, mirándolo fijamente con ojos de cristal inescrutable. A Tagatha le temblaron las piernas y cayó de rodillas, murmurando entre dientes, sollozando, cogiendo una piedra y golpeándose la mano izquierda, a fin de seccionarla y ofrecérsela al mismísimo Toafoa en persona. Él se acercó a Tagatha y lo detuvo. Lo puso en pie y le habló en divinas palabras que sonaron distinto a cualquier cosa que hubiera escuchado. Tagatha, sin entender comprendió, y lo guió hacia Fafine, que cuidaba de Tagalhi y Afafhinna cera del río.
Cuando Fafine vio aparecer a Tagatha seguido de Toafoa, se sintió atenazada por el miedo, al menos en un primer momento. Luego sintió furia hacia Tagatha, cuyo principal cometido como guía espiritual de la familia era mostrar el honor del clan a Toafoa, y sin embargo allí estaba ella, portando en su vientre al tercer descendiente, violación de una de las normas más sagradas que existían. Por supuesto que no tenía pensado esperar al parto, pero Tagalhi era aún muy pequeño y había estado ocupada atendiéndolo. Últimamente los espíritus del agua, protectores de la salud, habían dejado al niño de lado. Fafine rompió a llorar amargamente a los pies de Toafoa. En su lengua de aullidos y trinos suplicó clemencia, y al igual que Tagalhi, se hizo con la piedra afilada que usaban para despiezar presas grandes. Se la clavó en el vientre, dispuesta a interrumpir el embarazo profano, pero Toafoa la detuvo, dejándola perpleja. Desde que era pequeña madre le había inculcado el deber de la descendencia. Debía alumbrar dos criaturas, un macho y una hembra, y llamarlos Tagalhi y Afafhinna. Ni uno más, ni uno menos. El resto de criaturas debían ser extraídas del vientre antes del alumbramiento, y ofrecidas con orgullo a Toafoa a los pies de un árbol sagrado. Si ambos hijos llegaban vivos a la adolescencia, serían expulsados del núcleo familiar para empezar una vida independiente lejos de sus progenitores, creando entre sí su propia descendencia y pasando a llamarse también ellos Tagatha y Fafine. Así había sido desde los primeros Gorag. Por eso Fafine no entendió por qué Toafoa detuvo la ofrenda de su hijo no nato. Tampoco entendió por qué le impuso las manos húmedas y esponjosas en la herida, dejándole una sensación burbujeante en la piel. Temió que fuese una maldición por no haber abortado antes. Esa noche, temerosa, planificaría cómo ganarse el favor de Toafoa. Hasta entonces, tenían mucho trabajo por delante: ella lo llevaría al árbol sagrado familiar para mostrarle las últimas ofrendas, y después caminarían hasta el manantial de la vida, para que Toafoa mediase con los juguetones espíritus del agua que últimamente habían desatendido a Tagalhi. Mientras tanto, Tagatha cazaría y prepararía la cena, a base de filetes de carne cruda de venado y larvas. Se sintieron enormemente decepcionados cuando Toafoa rechazó la ración más grande de comida, que habían separado con esmero para él. Al hacerse las tinieblas, no mucho más oscuras que el velado día del frondoso bosque, Fafine se llevó a Tagatha lejos de Toafoa, mientras él deleitaba a los niños con su luz sagrada. No confiaba en él, y quería comunicarle sus dudas a Tagatha. ¿Por qué el Señor de la Muerte rechazaba las ofrendas de sangre? ¿Por qué se fascinó tanto cuando los espíritus del agua sanaron la cicatriz de su vientre? ¿Por qué aún no había obrado ninguna de las maravillas que esperaban de él? Esa misma noche tenían que llevar a cabo el Último Ritual. Si resultaba ser el verdadero Toafoa, los llevaría consigo a su hogar, en caso contrario, moriría.
De ninguna manera iba a probar la carne cruda que le ofrecieron. Como buen médico, Joseph Shepherd conocía bien el riesgo de comer alimentos sin cocinar. En su petate portaba fiambre, queso, galletas y dulce de leche. Ya no le quedaba mucho, el viaje hasta allí había sido duro. El doctor Shepherd era un gran seguidor de los recientes estudios de Mendel. Lamentablemente, poca gente prestó atención a sus publicaciones, y los intentos por encontrar patrocinio para la expedición habían sido en vano. Finalmente tuvo que autofinanciarse el largo viaje. Había llegado a oídos del médico la existencia de una peculiar tribu perdida en la selva de Uta-Han. La mayoría de los lugareños, muy supersticiosos, no se atrevían a adentrarse en un bosque que consideraban maldito, y muchos de los que lo habían intentado no habían regresado. Se hablaba de dos hermanos con extraños dones, capaces de regenerar miembros y ver en la oscuridad, desterrados al bosque por hechicería. Se decía que tuvieron su propia descendencia, que perpetuó estos dones. Se oían rumores de magia negra y canibalismo. Joseph, que se tenía por un hombre de ciencia, desoyó las advertencias de peligro y, dado que no podía pagarse guías ni ayudantes, se adentró solo en el territorio inexplorado. Si las teorías de Mendel eran ciertas, probablemente esos dones se habrían transmitido de una generación a la siguiente, así como las características fisiológicas de unas personas totalmente aisladas del resto del mundo. Tardó día y medio en encontrar a esta familia, que evidentemente lo tomaban por una especie de deidad terrible. Al alcance de su mano, mientras movía el candil para entretener a los niños, tenía ahora la gloria científica que tanto tiempo había buscado. Abrió su petate y le ofreció un trozo de galleta a cada niño.
Afafhinna, que no debía superar los cinco años, y Tagalhi, de tres, sabían muy bien que no debían comer una presa que no hubieran cazado sus padres. El alimento era sagrado y debía conseguirse a través del esfuerzo y la sangre. Sin embargo, delante de ellos estaba Toafoa, del que habían oído historias terribles desde que tenían memoria, y resultó ser más amable que en los relatos de Tagatha. Olisquearon curiosamente las galletas. Afafhinna, la mayor, asumió la responsabilidad de probarla primero, y su boca estalló en sabores imposibles. Le ofreció el otro pedazo a Tagalhi, que enloqueció al comerlo. Toafoa ordenó silencio. Cuando se hubieron calmado, les dejó el bote de dulce de leche, sobre el que se abalanzaron. Mientras los niños lo lamían a cuatro patas del suelo, les golpeó en la cabeza y los dejó inconscientes. Fueron atados con cuerdas, arrastrados a tramos, portados a veces. No se encontraban muy lejos de la linde del bosque. Sólo se despertaron cuando la luz cegadora de una noche abierta de luna llena les iluminó la cara. Fue la última vez que vieron la selva, alejándose cada vez más en un horizonte que nunca antes habían contemplado.