
Cuestión de imagen
Un pequeño ejército de coches invadió de pronto el aparcamiento de la entrada. Diez silenciosos Tesla color blanco escoltaban una lujosa limusina de la que se bajó la señora Peeters. Imponente, enfundada en un traje azul marino y tras unas gafas escrutadoras que le conferían fiereza en la mirada, Marine esperó a que una comitiva encabezada por cuatro guardaespaldas tomase formación a su alrededor para dirigirse a la puerta. Allí les abordaron, perplejos, los diez miembros que componían el cuerpo de seguridad de la embajada, que nunca se habían visto en otra igual. Intentaron detenerlos, pero una sonora bofetada propinada por la señora Peeters al que parecía el jefe, un negro enorme con la chaqueta llena de galones, los dejó aún más desorientados. Reanudó su marcha hacia la puerta refunfuñando entre dientes, seguida por su numeroso séquito.
En su despacho, Sali repasaba desalentado distintos informes sobre los números de la embajada, que no querían cuadrar. Tendrían que hacer como el resto de países africanos y renunciar a aquel modesto pero céntrico edificio para mudarse al extrarradio. Halima, la secretaria, lo sacó precipitadamente de sus pensamientos para informarle en su idioma de que una enorme delegación de la Comisión Europea se había presentado allí sin previo aviso.
–Por favor, querida, deja de mascullar palabras que no puedo entender –dijo una voz desde su espalda–. Ya me presento yo misma. Puedes dejarnos. Lo digo en serio, no me apetece tener que pegar una tercera bofetada hoy.
–Gracias Halima –el embajador atónito se preguntaba cómo podían habérselas apañado para llegar hasta su despacho sin permiso –¿Tercera…?
–Sí, Sali, querido. Tienes un personal de accesos y seguridad muy maleducado. Nunca me habían recibido así. Por tu cara veo que no me recuerdas. Soy Marine Peeters, delegada de la Comisión Europea, nos conocimos en la recepción oficial del señor Schneider –Le tendió su mano, suave y blanca como un conejo de angora.
–Ah, s-sí la señora…
–No finjas que me recuerdas querido, los diez minutos que pasamos charlando no tuvieron nada de memorables. Francamente Sali, a estas horas de la mañana esperaba encontrarte en tu despacho trabajando.
–Estoy… trabajando en mi despacho.
–Ah –Marine se bajó las gafas para echar un vistazo a la minúscula habitación, sin ornamentos, en la que apenas cabía su comitiva. –Esto es el despacho del embajador. Al menos está limpio. Vayamos al grano, ¿tienes algún tipo de salón de eventos un poco más amplio?
–Sí está en… –Antes de que Sali terminase la frase, la comitiva ya se había puesto en marcha. Tuvo que correr para ponerse a la cabeza y guiarlos.
Mientras cruzaban pasillos por el camino, la señora Peeters escrutaba cada detalle, haciéndoselo saber a una jovencita que tomaba nota agobiada. Comentaba la austeridad de alfombras y cortinas. Descolgaba cuadros y los dejaba en el suelo. De vez en cuando se paraba ante algún mueble antiguo para decir qué exótico o encantador seguido de un esto se queda. Por fin llegaron al salón.
–Señora Peeters, no estoy informado del propósito de su visita.
–Oh, por supuesto, discúlpame. Me pongo a trabajar y se me va el santo al cielo. Supongo que estarás informado de la próxima cumbre sobre la crisis migratoria en Europa. Terrible. Todos esos… cadáveres que llegan flotando a nuestras costas abriendo informativos. Se me parte el alma. La Comisión quiere mandar un mensaje de unión con el pueblo africano, y qué mejor manera de hacerlo que reuniéndonos en la sede de uno de los países que más… migrantes nos envía. Toma nota Bianca, esa foto se va fuera. Quiero que presida el salón algo tribal, pero contemporáneo, ¡un Basquiat! Y en el lateral un Haring, de los pequeños, no conviene ser demasiado ostentosos.
–Señora Peeters, esos dos artistas no son africanos, son neoyorkinos. ¡Y está usted retirando el retrato de nuestro héroe nacional!
–Ya sé, querido, pero el público no. Martin, toma nota. En este lateral irá la prensa acreditada. No más de cinco cámaras de televisión, sólo los principales medios. ¿Dónde tenéis la sala de control? –Sali la miró con cara de vaca –Entiendo. No tenéis. Ni mesa de realización, ni sistemas decentes de audio. Organizaremos a los medios en esta salita de aquí al lado. Os traeremos nuestros ordenadores antiguos, os los podéis quedar, acabamos de renovar equipos. Oh, Sali, no hace falta que nos deis las gracias. ¿Por dónde están las cocinas?
Una vez más, sin esperar la respuesta, se puso en marcha, y Sali tuvo que apresurarse a corregir la ruta de la expedición.
–Sali, ya verás cómo esta colaboración va a marcar un antes y un después en nuestras relaciones. Ser el ojito derecho de Europa tiene sus ventajas. El reparto de ayudas internacionales es una tarea complicada, y una mano tendida por vuestra parte puede ayudarnos mucho a tomar decisiones –La comitiva llegó a la cocina–. Veamos, qué tenemos en la nevera ¡Cordero! Magnífico. Qué regional. ¿Quién es el chef? ¿Tú? El día veinticuatro necesito cordero para setenta comensales. Haremos tournedó. Acompañado de cous cous, por supuesto, necesitamos algo típico.
–Señora, el cous cous se prepara en el norte de África –Contestó el chef, algo malhumorado por la invasión de sus cocinas.
–¿Acaso importa? Tú ocúpate de acompañarlo con buen queso francés, vino español y tarta Sacher de postre. Y alternativa vegana, que no se te olvide. Quizás haya que instalar un par de fogones más aquí ¿Usáis gas? ¡Qué contaminante!
Marine siguió caminando al ritmo que repartía órdenes, hasta llegar de nuevo a la entrada. Sali se mostraba inquieto.
–Marine, he de serle franco.
–Señora Peeters.
–Señora Peeters, he de serle franco. Agradezco el lavado de imagen que quiere hacer. Nos va a dejar el edificio a la altura de la embajada de muchos países occidentales, pero…
–Los cuadros, alfombras y cortinas se van a devolver, Sali. Os pintaremos la sala principal y os podéis quedar los ordenadores.
–Estoy de verdad agradecido –Sali cogió aire y adoptó un tono firme que le permitiese ser escuchado hasta el final –. Sin embargo, necesitaremos hacer una inversión grande para el evento: contratar personal, comida y reformas. Precisamente unos cuantos amigos de embajadas sudamericanas nos han hecho llegar informes internos de eventos similares que la Comisión ha llevado a cabo en sus sedes. Digamos que han quedado agujeros en sus cuentas complicados de tapar. Me preguntaba si quizás podrían adelantar algo de presupuesto para poder hacer frente a la preparación de la cumbre.
Marine cogió aire y miró el aparcamiento a su alrededor. Los Tesla en los que habían llegado parecían ningunear a los modestos utilitarios del personal de la embajada.
–Querido Sali, ¿sabes en lo que me acabo de fijar? En esta gran entrada que tiene vuestro edificio, llena de oportunidades. La prensa de todo el mundo grabará esta fachada afrancesada, con vuestra orgullosa bandera ondeando en lo alto, demostrando la gran nación que sois. ¿Existe acaso mejor publicidad? Y sin embargo, miro hacia abajo y veo todos estos… coches, que tienen más de quince años. Dan una imagen terrible. Como ves, acabamos de renovar nuestra flota por estos magníficos Tesla, potentes, mandando un mensaje de ecología al mundo. Y ahora tenemos los Mercedes de gasolina muriéndose de risa en el aparcamiento. Hay una limusina a la que le guardamos mucho cariño y no queremos mandar al desguace. Deberías probarla. Quizás todos esos coches sean el broche final al lavado que le vamos a hacer a la embajada. Y tú solo tienes que encargarte de que la ceremonia funcione al milímetro. ¿Qué opinas?
Los ojos de Sali se abrieron mucho, dejando al descubierto los sueños de alguien que llevaba años llegando a las ceremonias oficiales en coches de alquiler.
–Todo saldrá perfecto, señora Peeters.
–Muy bien, Sali. Nos vemos en veinte días. Ah, y recuerda que todas las instituciones públicas tenemos que ponernos al día con la agenda 2030, ya sabes, sostenibilidad, igualdad… A ver si vamos cambiando esas cocinas de gas, que aquí tenemos que espabilar todos. Es agotador estar tirando siempre del carro.
Marine Peeters se alejó con su firme taconeo y todo su séquito hacia la orgullosa flota de coches eléctricos, dejando a Sali con un sabor agridulce. Sobre su cogote, presidiendo la entrada, el gran héroe nacional lo observaba desde otro inmenso lienzo, desafiante, batallador, elevando su espada al cielo.