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Cuento de (post)Navidad

Se sentía agotado. Se acercaban esas terroríficas fechas que se pregonaban mediante los estridentes y repetitivos gritos de unos niños vociferando cifras desde todos los altavoces de España. Sonaban en los bares, en las tiendas, en los coches, mientras el país entero se detenía idiotizado a escuchar la cantinela espeluznante que anunciaba el advenimiento de su viacrucis personal, siempre con el mismo tonito: nanana-cientooosveintidós (pausa) tropecientosmiiiiiil (pausa) eeurooooos. Todos igual de pobres. Dos días después se vería atrapado en su particular versión posmoderna del Cuento de Navidad de Dickens. Año tras año desde hacía ya veinte. Cada vez más insoportable.


El veinticinco de diciembre lo visitaría su fantasma de las Navidades pasadas, Marieta. Lo recogería en su habitación y bajarían entre frases hechas, felices fiestas y qué tal vas, hasta llegar al restaurante del portal de al lado. Allí lo esperaba un marido de Marieta correcto y distante, y un Luisito un año mayor que la última vez que lo vio. El Luisito un año mayor siempre lo recibía con la misma expresión atemorizada. Marieta y marido de Marieta se esforzarían en comer deprisa los insípidos platos del mediocre restaurante para acabar cuanto antes con el trámite. Luisito correteando, haciendo caso omiso del regalo que él le había entregado de parte de Papá Noel. Una hora escasa después estaría de vuelta en su habitación, con un te quiero, Marieta quemándole en la lengua.


Una semana de tregua separaban al fantasma de las Navidades pasadas y el de las Navidades presentes, que vestía de rosa fucsia y olía a crisantemos. Se movía despacio y tenía ojeras pesarosas muy maquilladas. El fantasma Mariángela lo visitaba más veces a lo largo del año, pero el día uno lo hacía especialmente apenada por haber dejado a su ancianísima madre sola en casa en una fecha tan señalada, a pesar de que fantasma Mariángela y fantasma madre compartían techo, el mismo que solía habitar él hacía tan solo cinco años. Bajaban a almorzar al comedor común del edificio. Mariángela hablaba y hablaba, y después plañía miserias vitales y económicas, mientras en esta ocasión era él quien comía aprisa. Una hora escasa después se sentaría solo en la cama, pensando en el punto de su vida en el que todo cambió.


Siete días más tarde aguardaba en su cuarto la visita del último de los fantasmas, el más temido, el que cada año le predecía un futuro poco halagüeño. Tras otro largo seis de enero vacío de niños, su único consuelo era el fin de las festividades. El fantasma de las Navidades futuras no vestía de negro ni portaba guadaña. Cambiaba de rostro, aunque siempre amable, siempre condescendiente, y siempre enfundado en verde, oliendo a antiséptico. Lo sentaba en un butacón, frente a la ventana abierta del cuarto, para ventilar. Era amable y suavizaba el futuro de sus manos, de su habla, de sus piernas. Salía durante quince minutos a hacer otras visitas, dejándole frente a la ventana abierta, por la que entraba un aire gélido que le despejaba la cara y le ayudaba a tomar decisiones. Miró al horizonte, encapotado por un blanco níveo. Blanco. Así debía ser el futuro. El teléfono lo despertó de sus pensamientos infinitos. Era Luisito entusiasmado, estrenando su regalo de Navidad. Y Marieta, mucho más animada que hacía dos semanas. El fantasma de las Navidades pasadas anunciaba la llegada de un nuevo Luisito. El futuro podía esperar otro año.

Cuento de (post)Navidad: Bienvenido

©2022 por Jota Codorníu

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