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Crisis de los treinta

Me gustaba la pradera de la dehesa. Una inmensa llanura homogénea de verde
interminable. La niebla baja me acariciaba los pies y ocultaba los muros de piedra que la
delimitaban. Cuando caía el sol, las luces de las casas lejanas se desdibujaban detrás de
nubes perdidas, jugando a ser fuegos fatuos. Después venían las estrellas, que tras unas
cuantas visitas empecé a conocer por sus nombres. Ellas me hablaban de inmortalidad y yo
fingía entenderlas.


Pero lo que más me gustaba de la pradera era la soledad. Cuando era pequeño, tras
interminables jornadas escolares poco educativas y nada inspiradoras, de profesores
desmotivados y compañeros sin seso, llegaba a una casa gris. Una
madre que soñaba con la gran ciudad, teatros y neones. Un padre aquejado de pobreza.
Esfuerzo mal pagado y estudios superiores que de poco sirvieron tras la devastadora crisis
generacional que atravesaron en su juventud. Cada día me despertaban con la presión del
éxito y el peso del triunfo. Querían un futuro mejor para mí, y no sabían que yo, cada día,
me sentía más hundido bajo sus sacos de esperanza.


Aprendí a leer antes que nadie. Multiplicaba y dividía mientras los demás aún afianzaban
las restas. Crecí rápido para cumplir las expectativas familiares. Empecé a imaginar,
demasiado joven, dónde viviría, cuánto ganaría, por qué sería célebre. Y el tiempo empezó
a pasar muy lento. De clase a mi cuarto, a mi mesa de estudio, y vuelta, los pasos costaban
más lastrado por sueños ajenos, y las ilusiones propias se apagaban.


Fue mi abuela, mi hermosa tata Lucrecia, la que me esperó un día a la salida del instituto,
con solo doce años. Era invierno, una de esas tardes frías que aún a día de hoy adoro. Me
sacó de la calle empedrada y dimos un rodeo por el barro de los caminos hasta llegar a la
inmensa pradera. El césped húmedo parecía expirar un vaho que formaba niebla baja,
rodeándonos. Me dijo: Tú ya eres muy grande. Y nos quedamos horas en silencio mirando
las estrellas aparecer.


Tata Lucrecia murió al poco, y con ella se fue durante mucho tiempo el recuerdo de la
pradera. Pasaron rápidos, muy rápidos, los días, las semanas, los años, los lustros.
Pasaron estudios, amoríos y corazones rotos, ciudades nuevas e ilusiones. De pronto, sin
darme cuenta, tenía treinta y cinco. La vida me había adelantado mientras cargaba con mis
fardos de expectativas. Dos títulos, tres relaciones largas y muchos trabajos insignificantes
después, se extendía ante mí el seco páramo del paro de larga duración, azotado por una
sequía interminable de crisis generalizada, y agrietado por un corazón solitario desde hacía
ya más de dos años. El sabor del fracaso nunca fue tan intenso como el día en el que tuve
que hacer las maletas para volver al pueblo.


¿Dónde quedó ese niño que soñaba con viajar a Madagascar para descubrir nuevas
especies que serían bautizadas en su honor? ¿Dónde el que, unos años más tarde, soñaba
con la interpretación? ¿Qué pasó con el chico que se dio cuenta de que no sabía actuar, pero tenía
un talento innato para narrar? ¿Llegó acaso a ser un gran director de cine? ¿No es cierto
que los años le demostraron que le faltaba carisma para dirigir, pero se propuso ser el mejor
guionista de su generación? ¿Y qué pasó con el fotógrafo? ¿Y con el emprendedor?
¿Acaso abandonó la idea de crear su propia empresa tras haber gestionado todo el
papeleo, aplastado bajo la apremiante necesidad de comer? ¿Es que después llegaron años de pagar el alquiler con un sueldo de camarero? ¿Quizás el freno de sueños
pretenciosos, los complejos y la falta de una mano amiga le hicieron olvidar sus metas?


Volví al pueblo con la derrota incrustada en las tripas, en la boca, en unos ojos cansados, y
pasé por la puerta del antiguo instituto. Recordé, de pronto, el camino con la tata Lucrecia,
los pies llenos de barro, la vida por delante. ¿Qué hubiera sido de mí si…? Era otra tarde de
niebla baja y frío invernal. No llevaba abrigo, pero no importaba. Pisé de nuevo el césped de
la pradera, me tumbé, y recordé las palabras de la tata. Dejé el tiempo pasar, alejando de
mí el qué hubiera podido ser, y debajo estaba yo. La persona que se perdió. El que es, y no
el que podría haber sido. Volví a escuchar. Tú ya eres muy grande. Allí tumbado pasaron
horas, días, semanas de nuevo. Un año, dos, tres, treinta, patas de gallo y arrugas bajo la
piel, intentando encontrarme entre Casiopea y la Osa Mayor.

Crisis de los treinta: Bienvenido

©2022 por Jota Codorníu

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