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Cartas a doña Carlota

Querida madre,


¡Tenía que haber estado presente! La danza de las coloridas faldas y las suaves enaguas moviéndose con el correteo de las ilustres damas conformaba un espectáculo glorioso. Un ejército encabezado por siete médicos dirigía una meticulosa coreografía de gente yendo y viniendo. Les asistían diez monjas especializadas en cuidados médicos, a las que ahora llaman enfermeras en Europa. El baile lo completaban las carreras de las sirvientas, que volaban por la estancia agitando cual chales bordados las toallas y sábanas de repuesto. En el centro del escenario estaba ella, esplendorosa sobre su inmenso lecho, enmarcada por pináculos y doseles tejidos con las sedas chinas más sofisticadas. El público lo conformaban las ciento treinta damas de la corte, que como es costumbre en el continente, atestiguan la autenticidad del parto y certifican así la descendencia real.


Los miriñaques y los abanicos, agitándose nerviosos por los pasillos, anunciaban que se avecinaba el evento de la década, ¡incluso del siglo! Por fin María Isabel estaba en boca de todos, y no precisamente por lo que tanto le preocupaba a usted. Sí, es cierto lo que le contó el Gobernador, nos costó un tiempo adaptarnos. Bien sabe usted el terrible estado económico en el que nos vinimos a España desde nuestro añorado Brasil, con tan sólo un baúl de ropa cada una, sin dote, sin ajuar y sin contactos. Y también es cierto ese cántico tan desagradable que se popularizó, pero no es tan terrible como el que le han contado. Fea, pobre y portuguesa, ¡chúpate esa! es la frase, pero madre, no debe hacer usted caso, son cosas de chiquillos. Además, Su Majestad se ocupó de que nadie volviese a repetir aquéllas inadecuadas palabras durante el embarazo de María Isabel Luisa infanta. Que Dios la tenga en su Gloria. Se fue con cuatro meses de vida, pero llenó de alegría el Palacio Real de Aranjuez, y consiguió que los españoles por fin le otorgasen a mi amada hermana el lugar que merecía, el de Reina y madre de un futuro heredero varón, aunque Su Majestad Fernando manifestase durante un tiempo cierto rechazo hacia su mujer por haber alumbrado a una hembra. Es por eso que, a pesar de lo aparatoso del primer embarazo, no pudo ser más feliz cuando se confirmó su nuevo estado de gracia. Ella estaba segura de que esta vez sería niño. Este último embarazo, además, no fue tan complicado como el anterior. La reina pudo dedicarse a su gran pasión hasta el séptimo mes de gestación. Conoció en Madrid al ilustre Francisco de Goya y Lucientes, un popularísimo pintor de cámara con el que ha entablado una buena amistad y junto al que está proyectando una futura pinacoteca, al más puro estilo parisino del Louvre. Me encantaría que pronto pudiese usted venir y conocerle, pues es una de las personalidades más fascinantes del momento.


Pero no quiero divagar como siempre hago con asuntos banales. Puedo asegurarle, madre, que nuestra María Isabel se fue como una auténtica reina. Yo estuve a su lado, tras el cordón dorado que nos separaba de las espectantes damas de la corte. Le sujetaba su delicada mano mientras lloraba de emoción. Durante aquéllas largas horas, pude admirar su rostro de felicidad, que a veces llegaba al punto del éxtasis y se perdía en una mirada nublada que recorría las molduras ornamentadas y los coloridos frescos del techo. Seguro que estaba feliz de encontrarse en tan hermosa estancia en el crucial momento. Se quejaba de un inmenso dolor, es cierto lo que le han dicho, pero no se preocupe usted. Ya sabe lo desmesurada que María Isabel podía llegar a ser. Lo cierto es que los doctores decían que era habitual. Y madre, no eran gritos de dolor. Eran bendiciones que ambas lanzábamos al Señor por el milagro que estaba ocurriendo. Milímetro a milímetro, su vientre cedía, y a cada pequeña fibra rasgada, ella glorificaba a Dios por su bendición. Hacia la medianoche, con su voz inundando el palacio, se desvaneció como una pluma cayendo suavemente. Los doctores determinaron que el gran esfuerzo que había realizado por traer al mundo un sucesor digno, habían consumido sus fuerzas, y que nos había dejado. Supliqué que lucharan por su vida, tonta de mí, sin tener en cuenta la importancia del tesoro que cargaba dentro, así que finalmente me aparté a un lado.


Dicen que fue a causa del dolor, pero yo sé que ella necesitaba ver a su heredero antes de marcharse, saber que Fernando tendría por fin su adorado varón y que volvería a amarla. Es por eso que justo cuando el plateado bisturí atravesó su vientre, ella despertó, y soportó estoicamente los quince minutos que duró el procedimiento. Fue hermoso ver el esfuerzo que hacía por aguantar viva mientras recorrían su cuerpo de un lado a otro con la cuchilla. Miró por fin al bebé salido de sus entrañas, que desgraciadamente no lloró como ya sabes, y que además resultó hembra de nuevo. Después bajó la vista y observó el precioso tinte rojo con el que había impregnado la cama, para terminar en su cuerpo abierto, como una flor en primavera, ofreciéndoselo al país que la había coronado. Después, simplemente se marchó.


No esté triste, madre. Estoy segura de que se fue pensando en la intangible herencia que de verdad dejó al reino y sus habitantes. Aunque no alumbrase al heredero, se están proyectando ya las obras de esa futura pinacoteca, que ella se llevó con Dios, y que se ubicará en un prado muy cercano al Palacio Real de Madrid. Estoy segura de que el pueblo recordará a lo largo de los siglos el verdadero legado de María Isabel de Braganza.

Cartas a doña Carlota: Bienvenido

©2022 por Jota Codorníu

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