
Alfa
Una noche de trabajo en otra abarrotada ciudad cualquiera de este atestado mundo. No cabe ni un alma más. Solo queda un sitio para cada uno de nosotros.
Bajé por las escaleras de servicio en semipenumbra para no ser visto. Una luz parpadeante entró por la ventana y pude ver las manchas de sangre aún espesa y tibia resbalando por mis manos. Me apresuré a limpiarlas. No me preocupaba que me vieran, pero odiaba el circo que se montaba cada vez que alguien me descubría tras terminar un trabajo.
El comunicador volvió a vibrar en el bolsillo. Un nuevo encargo. Desde que pusieron aquella bomba en el centro hacía un mes, me habían estado llegando avisos sin descanso. Comprobé la ficha con disgusto. Una menor. Doce años, miraba a cámara con unos enormes y preciosos ojos que me trajeron recuerdos dolorosos. Intenté no detenerme en esos sentimientos que ya me habían paralizado en alguna ocasión. Mi misión era eliminarlos a todos y no podía permitirme compasión.
Se llamaba Hayley β y había sido captada por un dron entrando a los túneles de la antigua red de metro. Se creían muy ocurrentes, pero la mayoría se escondían en túneles en desuso en cuanto se enteraban de que estaban siendo buscados. Apenas veinte minutos después del avistamiento, estaba accediendo a la línea sur por los mismos tornos oxidados que ella.
Allí dentro apestaba a orín. Un puñado de mendigos se calentaban frente al fuego en las taquillas, mientras que otro par disfrutaban mugrientos en el suelo de un buen subidón de neurocaína. Entre ellos, un hombre sospechosamente aseado intentaba pasar desapercibido. Apuesto a que tendría que volver a buscarlo en unos días.
Seguí el largo pasillo, oscuro y vacío a medida que me adentraba en él. Ecos de ruidos lejanos me guiaban. Tras diez minutos recorriendo el laberinto, encontré junto a las vías un auricular. Solo el correspondiente a un oído. Un modelo nuevo que ningún indigente podría permitirse. El tipo de aparato que sólo un adolescente llevaría consigo en una huída apresurada. Una silueta se movió a través del túnel. De un salto, bajé a las vías para alcanzarla, y entonces un disparo de taser me dejó convulsionando en el suelo. Una mujer visiblemente nerviosa me apuntó a la cara.
–¡Quieto! ¿Quién eres?
–Soy el agente Dean Marlon. No haga ninguna locura, estoy trackeado. Si me mata, tendrá aquí a toda la unidad aquí antes de que pueda escapar.
–Apague su rastreador. Y la cámara ¡No se levante o disparo!
–Ya estoy desconectado. Han perdido mi señal.
–¿Viene alguien hacia aquí?
–No. Tranquilícese. No me ha dado tiempo a solicitar refuerzos.
–Sé lo que ha venido a hacer. No permitiré que haga daño a mi hija.
–Según las imágenes, Hayley está en casa con su padre.
–Ese hijo de puta está con su Hayley.
–La ficha policial dice que es hija de los dos.
Tras un muro, la sombra miedosa de Hayley se materializó. Observaba la escena temblando. La mujer la miró sin dejar de apuntarme.
–Sólo me permite verla un día a la semana –Bajó la mirada con tristeza durante una fracción de segundo. Los ojos, inyectados en sangre, no enfocaban bien.
–Oh, entiendo. Justo el día en que...
–Sí, el día en que estalló la bomba me tocaba cuidarla –Percibí que la mujer estaba cada vez más agitada. Su pulso temblaba y la mirada se perdía cada poco. Una teoría de lo sucedido me vino a la cabeza mientras la escuchaba– La llevé al centro a pasar ese día. Pero... no fue mi culpa ¡Yo no puse esa bomba!
–Sin embargo usted es una alfa, salió ilesa.
–Sí
–No estaba a su lado. Quizás estaba disfrutando de un cóctel. O... ¿de un poco de neuro?
–¡No! ¡Yo no tomo esa mierda! ¡¡Eso se lo inventó Henry para quedarse con la niña!!
Con un movimiento rápido, me aparté del cañón de taser y le golpeé en la cabeza. Cayó inconsciente al instante. Caminé hacia Hayley. La escaneé y comprobé que era una copia beta ilegal de veintiocho días de edad. No pude mirarle a los ojos cuando la disparé.
De vuelta a mi apartamento, me repetía sin parar la frase que la madre me gritó llorosa mientras me alejaba por los túneles: ¿Es que tú no tienes hijos? Dolía. Pensaba en ella todos los días. Mi hija también desapareció con doce años. Pasé mucho tiempo buscando sus enormes y preciosos ojos entre las masas de caminantes por las abarrotadas calles de medio mundo. Siempre me opuse a la inmoralidad de las copias beta, pero tres años después de una desaparición sin rastro, destruido, no pude evitar solicitar una réplica de mi pequeña Loreen. El destino, sádico y aleccionador, hizo aparecer a Loreen alfa años más tarde, para encontrarse cara a cara con su beta. Una dolorosa mirada entre Loreen alfa y yo bastó para entendernos. Le concedí una justa ventaja ante una decisión que ya estaba tomada de antemano.
Llegué a casa. Mi hija, ahora adulta, descansaba en su cama. Me di una ducha larga. Llevaba cuarenta y ocho horas sin dormir, pero como cada noche, navegué en los archivos para investigar el paradero de un escurridizo alfa. Para localizarlo. Para matar al único alfa al que estaba dispuesto a eliminar.
En este atestado mundo, solo queda un sitio para cada uno de nosotros.